“Se llama sobrehumanas a las tareas que los hombres tardan mucho tiempo en llevar a cabo: eso es todo”. Los almendros, Albert Camus.
Escribo esto a propósito de las fotografías de los niños sirios ahogados en la costas de Turquía. Todos las hemos visto, casi todos nos hemos horrorizado, algunos les quitaron la vista de encima, otros siguieron mirando en un impulso porno-humanitario, otros más agradecieron que eso esté pasando lejos, otros movimos la cabeza y maldecimos la maldad y el sufrimiento humano.
Luego aparecieron las fotos de los hermanitos que se ahogaron antes de que se les acabara la sonrisa. Dos niños, un oso de peluche, su papá o su mamá tomando la foto. La tragedia se nos hace más patente, pero se nos olvida que en esta foto aún no la había. Trataré de explicar este punto ciego.
Estamos tan acostumbrados al shock de ver estos espantos en los medios, hemos preguntado tantas veces cómo se pudo llegar a esto, que ya no buscamos respuestas ni miramos los pasos que se dieron. Un país no despierta de un día para otro en guerra civil y ningún Estado se vuelve corrupto durante la hora de colación, pero es lo que creemos, y es más fácil quedar impotente ante la tragedia. Acerquemos el ejemplo. Reconocer que, en vez de hacer la vista gorda, podríamos haber anulado organizadamente nuestro voto para quitarle el piso a quienes se aprovechan de las instituciones para su beneficio, y que la tarea es ahora increíblemente mayor que hace diez o quince años es demasiado. Mejor escandalizarse, mejor enojarse, ya es imposible que hagamos algo.
Esta misma separación entre el origen y el resultado nos llama a renunciar a cualquier esfuerzo prolongado para hacer algo por el bien de todos nosotros. Ilustro. Cuando leemos acerca de los logros en educación de otros países, solemos descartar la posibilidad de que se pueda hacer algo parecido entre nosotros. Las explicaciones son rápidas y tajantes. Argumentamos sin explicar por qué nunca tendremos lo que tienen ellos diciendo que tienen otra cultura, que son X, tienen mucho Y y nosotros mucho Z. Solemos rematar con la versión sin sangre, pero igual de hipócrita, de la pregunta de Caín. De hecho, ni siquiera nos molestamos en nombrar al hermano, diciendo ¿y cómo voy yo a hacer algo al respecto? No mencionamos que son tareas que van más allá de una sola persona y toman más de un solo día, por el sencillo hecho de que acercarse a otros y trabajar juntos por años nos parece, nuevamente, demasiado.
Cuando leemos acerca de los logros en educación de otros países, solemos descartar la posibilidad de que se pueda hacer algo parecido entre nosotros.
Cuando miramos hacia los actores principales de las tragedias y las hazañas, nos contamos otra vez el cuento. Pensemos, por ejemplo, en el Mamo. Llamarlo monstruo o demonio es una inversión que nos ahorra la reflexión. Los monstruos y demonios nacen listos y dispuestos a completar las peores atrocidades. No hay nada que hacer ante ellos, no hay forma de evitar que vengan a este mundo y cuando lo hacen, nos queda escondernos, mirar al suelo, lo que la mayoría hacemos, hasta que pase lo peor, o acercarnos lo más posible a ellos para estar a salvo. Porque, seamos honestos, hasta los villanos de películas necesitan secuaces y esbirros. ¿Les parece enfermo esto, imposible? Podemos leer Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt, o contarnos las historias de tantos chilenos, vecinos nuestros, que sirvieron y aplaudieron a la Dictadura, sacando ventaja o no, y que hoy día la echan de menos y la siguen aplaudiendo, con o sin secreto. O pensemos de nuevo y discutamos cómo es que algunos lograron desafiar, sorteando o cayendo en el intento, a gente como Pinochet y Contreras.
Cada vez que tenemos entre los dedos una moneda de quinientos pesos, tocamos el retrato del cardenal Silva Henríquez. ¿Cómo un hombre se convirtió en un rompeolas? Porque no lo hizo solo. Reunió y organizó a otros como él, y entre todos desafiaron a los organismos de represión y protegieron a los perseguidos. Entonces, ¿por qué nos parece imposible lo que hizo? Si miramos cien años antes, en circunstancias muy diferentes, a Antonia Tarragó e Isabel Le Brun logrando el acceso de las mujeres chilenas a la universidad, ¿qué encontramos? ¿Lo hicieron solas o fue parte de un esfuerzo contínuo, convenciendo, formando equipos? Sabemos la respuesta, pero la borramos con el codo. Llamamos a todas estas personas por distintos nombres, santos, titanes, genios, gigantes. Lo que sea con tal de que no seamos como ellos, porque la verdad, nos costaría un mundo, no queremos serlo.
A lo que voy, finalmente, es a que cada vez que hablamos de héroes, monstruos, hazañas y tragedias, alimentamos nuestra mediocridad e indolencia hasta crear el mito de que las personas extraordinarias tienen una naturaleza distinta a la nuestra; y de que es imposible para nosotros, pobres mortales, originar o detener acontecimientos más allá de nuestras capacidades. Absueltos por nosotros mismos, cada noche es un día menos, y nos vamos a la cama muy tranquilos.
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Blanca Peñaloza
Esas grandes personas que moviieron a muchas otras, como el Cstdenal Silva, fueron LÍDERES. De lo que hoy carecemos y lo que en este país no hemos terminado de entender. Necesitamos líderes. Y las y lis líderes tampoco nacen de un día para otro.