En las arenas políticas de la actualidad una nueva palabra se lee y se escucha de forma común con tono despectivo: “populismo”.
Se presume que el populismo es sinónimo de demagogia, de retórica vacía, una herramienta política amoral, pero el populismo obedece verdaderamente a una esencia de trascendencia más potente y significativa.
Populismo es la prolongación de la voluntad del pueblo (comunidad política y soberana). Se podría decir que es la expresión visceral-intestinal de los anhelos más profundos de la comunidad por la justicia social, el rechazo a los estamentos gubernamentales, a las autoridades, al globalismo, a los dogmas neoliberales.
Numerosas autoridades y partidos políticos demonizan el populismo ¿por qué? Porque el populismo que surge como reacción a los Estados liberales, sin una estructura formal definida, impredecible, como un mutante todopoderoso que en cualquier momento pudiese destruir todo a su paso, también tiene el poder para derribar sistemas que no les representan.
Los partidos políticos que obedecen por ley a un statu quo, se ven desafiados por nuevos movimientos sociales y grupos de presión ajenos a todo marco regulatorio, directriz e incluso ideología. Son organizados por ciudadanos disconformes con el sistema, contra el endeudamiento, contra el lucro educativo, contra los monopolistas, contra la corrupción, etc. Generalmente establecen sus propias bases y mecanismos de elección de dirigentes, es la fuerza popular emergente que también se compone de estudiantes universitarios de clases medias bajas que han adquirido conocimientos para obrar desde sus barrios, organizando movimientos con amigos, vecinos e intelectuales afines, publicando, movilizándose, armando actividades artísticas, solidarias y culturales.
El populismo da cuenta de que la comunidad ciudadana tiene vida, es orgánica, se enfurece, se entristece, se alegra, se moviliza, crea y destruye. Es el monstruo, el mutante verdugo, el titán terrible con poder para desatar el apocalipsis, la gran rebelión.
Los Estados modernos liberales han enfrentado esta amenaza populista con la difamación constante de la palabra, y por qué no decirlo, han aplicado incluso la fuerza pública contra sus propios ciudadanos movilizados, lo que da a entender el fracaso absoluto de éstos Estados neoliberales que han monopolizado el concepto de democracia. Cuando la ciudadanía es aplastada por las fuerzas de orden y una clase política, entonces la democracia pierde todo sentido.
Si la democracia la ejerce el pueblo con voluntad libre y soberana, tiene el derecho absoluto para emprender la rebelión contra tiranías y oligarquías que menoscaban el bien común. El populismo da cuenta de que la comunidad ciudadana tiene vida, es orgánica, se enfurece, se entristece, se alegra, se moviliza, crea y destruye. Es el monstruo, el mutante verdugo, el titán terrible con poder para desatar el apocalipsis, la gran rebelión.
Los corruptos y usureros son como las criaturas viscosas que se arrastran en lugares lúgubres, húmedos y oscuros. El pueblo vivo que marcha es un rayo de luz letal que da origen a la vida buscando la dignidad y la justicia. Cuando las hojas muertas del otoño son azotadas con violencia por la vorágine de la primavera hay rebelión. Cuando el recién nacido rompe el vientre de la madre para enfrentarse a la vida, hay rebelión. Cuando los pueblos deciden arrojar de sus hombros el peso que los encorva, y deciden tomar el peso titánico de su propio destino, desafiando a las tiranías, entonces hay rebelión. El populismo es un arma letal.
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