Nos cambiaron los códigos. De un día para otro, y sin solución de continuidad, tuvimos que acostumbrarnos, chilenos y chilenas, a que ser Presidente en Chile consiste en un conjunto de destrezas idénticas a las que pediríamos a un animador de televisión (aunque con peor dicción). Tuvimos que acostumbrarnos a que las intervenciones de nuestro gobernante nos recordaran –quizá como homenaje póstumo – a Mario Moreno Cantinflas. Tuvimos que acostumbrarnos a que cuando el Presidente dice “en toda la historia”, en realidad está diciendo “en toda la historia que yo tengo mentalmente registrada”, lo cual evidentemente no equivale a nada. Tuvimos que acostumbrarnos a que cuando el jefe de Estado dice “me comprometo”, no sepamos qué, exactamente, quiere decir con “compromiso”.
Todo esto podría ser hasta chistoso si no fuera tan dramático. Porque lo que revela su falta de respeto a la verdad, al compromiso, a la exactitud, al decoro, al conocimiento y hasta a la paciencia de quienes lo oyen, es que cada aparición es un hecho comunicacional y punto. Una alocución que termina ahí mismo, que no obliga a ser consecuente con ese acto de habla; un efectismo sin trasfondo, un foco que simula la luz.
Poco importa si ese show agrada o no a sus espectadores: de cualquier modo los desactivará. Y eso es lo que cuenta. Porque a un espectáculo permanente cuesta hacerle oposición política. Porque cuando queremos centrarnos en algo serio, las cámaras, hipnóticas, inevitables, nos hablan de cualquier otra idiotez. Tratar de llevarle el argumento es como jugar Pepito paga doble: al final estamos tan mareados que no estamos seguros de qué es lo que ha pasado.
Cuando lo lógico era hablar de la huelga de hambre de los comuneros mapuche, las cámaras nos mostraban 24/7 a los mineros y las faenas del rescate, hasta que nada más sonara en ese taladrar de tierra y de conciencias. Cuando teníamos que hablar de reforma educacional, de lo grave que resulta dejar a nuestros ciudadanos futuros sin contexto histórico y sin memoria, nos insertaron con fórceps un falso pobre en la Enade, y los chilenos, dócilmente, cambiamos de tema. Cuando cabía hablar del paro de la Anef, veíamos en las pantallas una Ena Von Baer creando suspenso con el nuevo logo del Gobierno como si hubiese sido el cómputo final de la Teletón.
Y así, cada vez que a la sociedad chilena un tema en serio comienza a incomodarle y se empieza a alzar la voz, una nueva performance del absurdo viene a darle un golpe de timón, a redirigir la indignación, a despistarnos. Si no es el pobre contratado, es el tuiteo con falta de ortografía; si no es el “no lo muestres”, es el guitarreo en la mina. Y así, desde el marepoto hasta la Ena.
Imperceptible, pero consistentemente, nos hacemos parte de esa esquizofrenia.
Quizás el síntoma más dramático de que tenemos un gobierno-tipo-estelar-nocturno, sea constatar que los únicos dos opositores que han logrado golpearlo verdaderamente, pertenecen, también, al mundo de lo mediático: Miguel Bosé y Marcelo Bielsa.
El que un cantante que maneja su relación con las cámaras pueda darse el lujo de criticarlo y decir lo que tantos pensamos, grafica que no es posible entrar en el juego de Piñera más que aceptando las lógicas mediáticas y de espectáculo que él ha impuesto.
Lo de Bielsa sólo es significativo porque, dos veces, durante eventos comunicacionales, hizo gestos escénicos no planificados por el Mandatario, como lo fueron el no darle la mano o dársela de mala gana.
Porque este gobierno transcurre en un extendido set televisivo, no hay más posibilidades para la oposición que apoderarse también del set o construir uno propio.
Porque estamos ante la desactivación permanente vía chascarros, deberíamos no permitirnos esos desvíos.
O, al menos, como en otros sitios donde la política es desactivar a los ciudadanos, hacer una colecta universal, para hacer una gran campaña de marketing que le diga, en su idioma, todo lo que hace tanto tiempo le querríamos decir.
Yo me pongo con 50 lucas, para empezar.
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