En estos días, muy próximo a las celebraciones de Navidad, debiera ser conmemorado el asesinato del periodista Luis Mesa Bell, director de la revista Wikén, ocurrido luego de ser secuestrado un día martes 20 de diciembre de 1932, cuando salía de su oficina, minutos después de las nueve de la noche, y ser conducido en un vehículo por dos hombres armados al sector de Carrascal de la ciudad de Santiago. Allí, los asesinos, provistos de un laque, procedieron a golpearlo hasta la muerte, para luego abandonar su cuerpo en una acequia que daba a la esquina de Carrascal con Tucumán.
Este crimen, cuyo recuerdo yace agónico en la memoria colectiva; y que perturbó a un país que venía saliendo de un período de anarquía política y de una dictadura que no había trepidado en violentar a los opositores, tuvo como respuesta ciudadana, el repudio de todas las organizaciones sociales, políticas y culturales de la época: del personal de las empresas periodísticas, agrupaciones de trabajadores, asociaciones gremiales, partidos políticos y clubes deportivos; scouts, estamentos de la cultura, profesores secundarios, maestros y estudiantes. El llamado general era concurrir en masa a sus funerales y hacer sentir la indignación de un país que quería ver restituidos de verdad el orden constitucional y las libertades ciudadanas.Una mirada que, por cierto, está lejos de la natural toma de conciencia de un profesional de las comunicaciones de hoy, que entiende que el carácter más determinante de su llamada como comunicador, está en hacer prevalecer la verdad.
En medio del estupor de la opinión pública y los partidos políticos de la naciente institucionalidad, ahora a cargo de don Arturo Alessandri Palma, recién electo, la ciudadanía estaba convencida de que en este crimen estaba la mano inconfundible de la policía política, en acción punitiva desde los tiempos de la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo; no en vano el país pedía a gritos una investigación transparente y una pronta reorganización de ese servicio. Tampoco se ignoraba que el periodista venía fustigando a las autoridades por el asesinato del profesor comunista Manuel Anabalón que, recién llegado del norte del país para concurrir a un congreso de trabajadores, en el mes de junio, fuera asesinado y fondeado en una poza del puerto de Valparaíso, pesquisa atribuible al semanario Wikén, y encabezada personalmente por su director. Por este y otros hechos, Mesa Bell se había transformado en un defensor de los derechos ciudadanos de trabajadores y sindicalistas, y en un ácido persecutor de la corrupción y la venalidad al interior de las instituciones públicas.
Hombre joven, amante de sus padres, buen deportista y vecino proactivo de uno de los barrios emblemáticos de la historia comunal de la ciudad de Santiago, Luis vivía en el número 166 de la calle Manuel Montt, a una cuadra de la calle Providencia. Hijo de una familia de clase media y prolífica, era el mayor de seis hermanos y hermanas; y a la sazón, era el principal proveedor de la familia, cuyo padre había fallecido recién el año anterior. Entusiasta y perseverante, contaba con el respeto de sus amigos y vecinos de Providencia; y nunca se restaba a la hora de ser convocado para algún evento de carácter social o cultural.
El día de sus funerales, el diario Las Últimas Noticias estimó que la concurrencia había alcanzado las treinta mil personas, pero por los datos que se desprenden de varias circunstancias acaecidas en el trayecto al Cementerio General, se puede estimar la concurrencia en cerca de ochenta mil personas, cifra que, para una capital con una población cercana a los 900 mil habitantes, habla de la conmoción que se generó con el asesinato. En la Alameda, entre las calles Arturo Prat y Amunátegui, desde muy temprano había miles de personas apostadas a la espera de sumarse al cortejo que llevaría sus restos desde el diario La Nación hasta el Cementerio General; otro tanto ocurrió en el trayecto y en la propia plazoleta del cementerio, donde hubo de esperar por más de una hora frente a la entrada, para despejar el acceso abarrotado de gente.
Para el autor de esta entrada, resulta notable haberse enterado años atrás, en virtud de un encuentro acordado con el anciano don Francisco Mesa Bell, hermano del occiso, que después de estos luctuosos acontecimientos, el Partido Socialista habría decidido erigir mediante erogación pública, un busto conmemorativo del periodista mártir. La pieza fue encargada al laureado escultor José Carocca Laflor, que luego de entregar el encargo a sus mandantes, nunca fue erigida en espacio público alguno. En un momento de la improvisada reunión en el salón principal de la vieja casa de los Mesa Bell, hoy desmantelada y demolida para instalar un estacionamiento, el anciano condujo a su visitante al interior, donde todavía se podía oír el murmullo del tiempo y el palpitar del dolor. Allí, en un rincón de un patio de rosas y geranios, yacía pintada por los años, la pieza escultórica modelada en fierro del busto de su hermano, con la impronta reconocible del escultor Carocca.
Curiosamente, la efigie parece ofrecer una clave para comprender la intensidad emocional que suscitó el crimen entre los espíritus más atentos de aquella sociedad, porque, en virtud de su libertad expresiva, tal como lo refrenda la fotografía, el artista vistió al ciudadano Mesa Bell con los atavíos inmortales de un héroe trágico. Da cuenta de ello la fotografía adjunta fechada en el mes de noviembre de 1996 y que corresponde a una serie de tomas practicadas por el suscrito, en la casa de la calle Manuel Montt. Preguntado don Francisco por las razones de aquel abandono, él se encogió de hombros, señalando que después de eso, nadie se acercó a la familia para darle curso a aquel proyecto ciudadano, o para esgrimir alguna razón que permitiera encontrarle alguna lógica a la frustración.
¿Cómo se puede explicar tamaño gesto de mezquindad ciudadana? ¿Qué presiones políticas o institucionales, si las hubo, se habrían opuesto al proyecto de reconocer en Mesa Bell un mártir del periodismo escrito? No hay respuestas que satisfagan la curiosidad ciudadana de las generaciones actuales, sin embargo, se podría inferir que después de una etapa de tanta violencia e incertidumbre, como fue el período de la anarquía en Chile, en las tareas de la reorganización prevaleció, sin duda, más el prejuicio que las lealtades valóricas. Lo convalida el diario El Mercurio de dos días después del crimen, (22 de diciembre de 1932) al expresar en su columna editorial ―luego de manifestar su indignación por el asesinato―, que “en el semanario que dirigía el señor Meza Bell (sic), se hacía un género de periodismo de batalla, combativa y personal, inaceptable para la opinión honrada del país…”, “acaso las campañas y denuncias contra servicios públicos que había emprendido esa publicación, armaran los brazos mercenarios que cortaron la vida del señor Meza”.
Una mirada que, por cierto, está lejos de la natural toma de conciencia de un profesional de las comunicaciones de hoy, que entiende que el carácter más determinante de su llamada como comunicador, está en hacer prevalecer la verdad. Si fuera de otro modo, a las universidades solo les quedaría excusarse de ofrecer la carrera de Periodismo. En el caso de Luis Mesa Bell, periodista por vocación, su papel histórico como comunicador combatiente e incansable investigador, lo convierte en un ícono aún no reconocido por sus pares.
Desde esta columna, hacemos votos porque el busto del periodista esté hoy a buen recaudo, protegido y venerado por su familia, aunque no podamos esperar lo mismo de una sociedad sin memoria. Cuando ya han transcurrido 83 años del alevoso crimen, uno llega a la conclusión que el olvido es un atajo que siguen las sociedades que no se respetan, como ocurrió con este ciudadano benemérito que se convirtió en animita gracias a la ingratitud de una Nación.
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