Pensar en el voto obligatorio es volver a la práctica que tanto se castigó en esta elección: al arreglo entre cuatro paredes, el decidir por otros sin consultarle. Es leer de derecha a izquierda lo que los chilenos quieren.
En las recientes elecciones municipales, acudí con mi hija de ocho años a votar. Ella era la más entusiasta con todo el proceso. Entregó mi carnet, hizo la raya donde le indiqué (estuve tentado de dejarla a ella elegir), dobló el voto, pegó la estampilla y lo depositó en la urna. El mejor ensayo cívico que uno pueda tener.
No soy analista político, ni experto en elecciones, ni nada que se acerque al mundo de la academia en temas eleccionarios y otros parecidos, lo escribo desde el ciudadano que soy.
La inscripción automática y el voto voluntario debutaron en estas elecciones. Es una de las reformas políticas más importantes de las últimas décadas, comparable a la eliminación del voto censitario o a la incorporación de la mujer al sistema de sufragio. En ambos casos se amplió el universo de votantes y aparecieron los elementos de incertidumbre, que le desordenan el naipe al mundo de los partidos.
Al hacerse evidente la baja participación ciudadana, con más de un 60% de abstención, rápidamente aparecieron las voces desde los sectores políticos: que el sistema fue un fracaso, que hay que volver al voto obligatorio, que la multa, la cárcel y las penas del infierno. Es pensar que las personas sólo son capaces de funcionar en pos de la recompensa y el castigo. Es similar al viejo chiste del sillón de Don Otto, que quieren vender (versión capitalista) o quemar (versión anarquista); el sillón como solución al problema.
Pensar en el voto obligatorio es volver a la práctica que tanto se castigó en esta elección: al arreglo entre cuatro paredes, el decidir por otros sin consultarle. Es leer de derecha a izquierda lo que los chilenos quieren.
Si quieren volver al voto obligatorio, hagamos una consulta ciudadana, que participemos tanto los que votamos y los que no lo hicieron, que sea una decisión de país y no de los calculadores políticos. Por mi parte, soy plenamente partidario del voto voluntario.
La libertad, junto con la responsabilidad que conlleva vivirla, se hicieron patentes en esta elección. Si decido participar o no, debo asumir las consecuencias de lo que ello implica.
El no poder predecir el comportamiento de los electores presenta un desafío a los partidos: preocuparse de las inquietudes ciudadanas y escuchar a las diversas organizaciones que existen en su territorio. Como ese tipo de democracia parece incomodarle a muchos, prefieren volver al voto obligatorio.
Los pitonisos encuestadores deberán revisar sus métodos, las fallas de sus proyecciones los ponen en tela de juicio y le quitan el piso a diversas decisiones políticas basadas en sus falsos people meter. Varios partidos prefieren elegir por encuestas antes que en primarias.
El rechazo a la componenda política, a la corrupción, a la prepotencia y a la discriminación fueron quizás fueron los triunfos de esta elección. De cucos y serpientes, muchos no queremos saber.
Se acercan las presidenciales y las parlamentarias, que presentan una oportunidad inmejorable de recomponer la forma de hacer política. Quizás el modelo gestado en Providencia, que re encantó a muchos, dé una buena pista a los futuros candidatos.
Al salir del recinto de votaciones, mi hija me preguntó:
-Papá, ¿cuándo podré votar?
-Cuando cumplas 18 años, en diez años más. Ojalá que en esa época quieras (y no le tengas miedo al cuco… no existe).
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Foto: Marcos Telias / Licencia CC
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