Previo al rechazo de minera Dominga del jueves pasado, la agenda pública se concentró en el conocimiento y gestiones del círculo familiar del ex Presidente Sebastián Piñera en el avance del cuestionado proyecto. Se configuró así un cuadro de posible conflicto de interés del ex mandatario dadas las decisiones que adoptó su administración –por ejemplo, bajar la termoeléctrica Barrancones– y que beneficiaron a la empresa que forma parte de su patrimonio. Algo similar a lo ocurrido hace ya un tiempo, cuando se le cuestionó por mantener inversiones en la peruana pesquera Exalmar, beneficiada por la estrategia que adoptó su gobierno en el diferendo marítimo con el vecino país.
Por eso el problema de Piñera no es solo de Piñera, más allá de su tremenda relevancia y necesidad de aclaración. Es de la sociedad que hemos creado, donde el sentido del más gano (dinero, principalmente), en el menor tiempo y al menor costo, ha instalado cierta lógica exitista de la cual el ex Presidente no es más que, hoy por hoy, su buque insignia. Pero lo vemos en múltiples corrientes y espacios, y también en muchos ciudadanos de a pie.
Quizás en este caso es obvio el choque entre intereses públicos/intereses privados, pero hay ocasiones en que estos no son tan claros.
Acerco hoy una lejana conversación con periodistas, al consultar sobre posibles disyuntivas éticas en su ejercicio profesional. La respuesta unánime fue negativa, que nunca las habían vivido. Tal es parte del problema, pensé en aquella ocasión. Mientras existan colegas que estimen que los dilemas en este ámbito solo surgen cuando el empresario te ofrece millones por subir una nota o un narco amenaza con secuestrar a tu hijo por bajarla, el tránsito de la prensa seguirá al debe de los estándares adecuados. Es no comprender que, tanto en este como en muchos otros oficios, la autoevaluación ética debe ser parte de la cotidianeidad. Como recurrentemente se recuerda que resumiera Gabriel García Márquez: “La ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón”.
Fue este razonamiento el telón de fondo de parte del debate generado en abril de 2015 en Arica, durante la realización del Congreso Nacional del Colegio de Periodistas de Chile. Aquel en que se aprobó el nuevo Código de Ética.
Luego de días de discusión, colegas de todo el país acordamos una serie de modificaciones deontológicas, incluyendo por primera vez la alusión a los conflictos de interés.
“El o la periodista deberá transparentar los posibles conflictos de interés que puedan tener incidencia sustancial en la orientación del trabajo periodístico final” fue el párrafo consensuado.
El intercambio de opiniones fue intenso. No todos concordaban con la nueva figura.
Una colega de un medio del sur reclamó por la inviabilidad del nuevo artículo 20. Ejercía para un medio escrito y, en ocasiones, prestaba servicios para la municipalidad local. “¿Ustedes quieren que cuando publique una nota sobre el alcalde consigne que, en ocasiones, trabajo para él? Eso me dejaría a mí, y a muchos, sin trabajo” creo recordar fue su descargo. “Debieran proponer una carta ética ejecutable, que se base en la realidad profesional” apuntó.
Tal visión, que no es criticable sino más bien aporta a la reflexión, no solo campea entre periodistas. Sea por necesidad, para evitar disonancias cognitivas o falta de preparación al respecto (la convicción ética requiere, en alguna medida, cierto nivel de aprendizaje y abstracción), el sentido de acción individual que conlleva responsabilidades públicas no es, lamentablemente, una noción generalizada.
Tengo la impresión, por ejemplo, que si se planteara la posibilidad de un voto transable, que se pudiera vender, muchos lo considerarían legítimo. “Es mi voto y con él hago lo que quiero” podríamos escuchar en la calle neoliberal.
Mal que mal, recién hace un año se eliminó una figura que legalizaba el cohecho y el clientelismo en las elecciones: los candidatos podían rendir como gastos de campaña donativos como poleras de fútbol, canastas familiares y premios a organizaciones de toda índole.
Lo cierto es que mi respuesta a la colega apuntó al objetivo de las normas éticas. Porque lo que ella pedía no era un código sino una sistematización de practicas habituales del ejercicio periodístico. Compendio ilustrador y necesario, pero no necesariamente una orientación de comportamiento profesional.
Los Códigos de Ética son incumplibles en un 100 por ciento. Su rol es guiar el camino a seguir. Generar reflexión y cambios conductuales, en la medida de las propias posibilidades. En un debate colectivo, pensando en el interés público, en el bien común, que es uno de los fines, por lo menos, del periodismo. Esto siempre que se coincida en que su ejercicio impone un rol social. Debate aún abierto, por cierto.
Por eso el problema de Piñera no es solo de Piñera, más allá de su tremenda relevancia y necesidad de aclaración. Es de la sociedad que hemos creado, donde el sentido del más gano (dinero, principalmente), en el menor tiempo y al menor costo, ha instalado cierta lógica exitista de la cual el ex Presidente no es más que, hoy por hoy, su buque insignia. Pero lo vemos en múltiples corrientes y espacios, y también en muchos ciudadanos de a pie.
Recuerdo, por ejemplo, cuando el ex presidente del Consejo Regional Miguel Angel Calisto boleteaba para el senador Patricio Walker, con quien se debía vincular en todo momento a nivel institucional, donde la dependencia económica generaba un cuadro complejo. Para ambos, según lo que señalaron en la ocasión, no había conflicto alguno. Maledicencia de sus adversarios, quizás pensaron.
Será la necesidad o la colonización de un sistema social individualista y mercantil, pero lo concreto es que está ahí instalado en el tipo de país que hemos construido y que cada cierto tiempo encuentra chivos expiatorios para sacrificar en la plaza pública mediática, simplemente para evitar el trabajo de fondo: mirarse hacia adentro y comenzar a cambiar.
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