Tenemos que hacernos cargo de la desigualdad. En un país injusto y dado a la catástrofe, se necesitan políticas públicas proactivas e inter-sectoriales para prevenir y responder con eficacia a estas situaciones y reducir la vulnerabilidad de la población a los desastres.
Desde hace aproximadamente dos semanas hemos padecido, algunos de manera personal, otros desde la distancia y en solidaridad, dos terribles catástrofes que han azotado a nuestro país: el terremoto en el norte y el incendio en la ciudad de Valparaíso.
Todavía no nos levantamos por completo del desastre del 27F y ya tenemos que lidiar con hechos que tienen el cariz de tragedia. Entonces y ahora, perdimos o vimos a otros compatriotas perder todo o casi todo. Sentimos en carne propia o acompañamos a otros en su desolación, compartimos su impotencia y nos pusimos en acción para tender nuestras manos en ayuda, siempre urgente y nunca bastante en estos casos.
Pronto tendremos balances definitivos de daños materiales y fallecidos. Más temprano que tarde, escucharemos promesas de planes y medidas, asistiremos en vivo o vía satélite a actos de homenaje y declaraciones de que «esto no puede volver a pasar en Chile» (pero pasa de nuevo).
Lo que nunca vamos a escuchar – aunque es justo y necesario- es una crítica y un cuestionamiento oficial y honesto al brutal sistema de privilegios que cruza la sociedad civil y política, el gran generador de injusticias, patrocinador oficial de la exclusión social, económica, racial, de género y sexual de Chile.
Veo en televisión a un hombre desesperado por salvar su casa de madera. Escucho a una mujer del cerro La Cruz pedir «un poco de ayuda, lo que sea». Pienso en Pepe Auth defendiendo con uñas y dientes su derecho a ganar 40 veces el sueldo mínimo. Como duele la injusticia y como duele la indolencia.
Detrás de la destrucción de los terremotos y las hectáreas arrasadas por el fuego, se encuentran las profundas desigualdades sobre las cuales se asienta la estructura social de nuestro país.
Las condiciones en que vivían nuestros compatriotas afectados por el fuego en Valparaíso son inaceptables desde el punto de vista técnico, social y ético: sin alcantarillado y arrinconados en quebradas, en viviendas precarias, beneficiarios del «chorreo», colgados del sistema por un hilo que se corta al primer vendaval.
Los que pierden sus casas o son arrastrados por el agua, son parte de los invisibles de cada día; los mismos que excluimos de otros beneficios sociales, en este Chile de la ciudadanía credit-card, donde la violencia de la pobreza se esconde detrás de los mega malls y las ofertas de multitiendas los fines de semana.
No dudo, en lo absoluto, de las buenas intenciones del Ministro del Interior ni de los personeros de gobierno. Estoy segura que tienen buenos planes de respuesta a estas situaciones. No obstante, creo que ya no se pueden solucionar cuestiones estructurales con bonos ni planes de reacción.
El problema no es la falta de conocimiento científico sobre los desastres; no es la placa de Nazca, ni el fuego, ni lo será la lluvia en unas semanas más. Ni siquiera es la falta de recursos, sino lo mal repartidos que están. Tenemos que hacernos cargo de la desigualdad. En un país injusto y dado a la catástrofe, se necesitan políticas públicas proactivas e inter-sectoriales para prevenir y responder con eficacia a estas situaciones y reducir la vulnerabilidad de la población a los desastres.
Esto demanda una gestión integral del riesgo con un enfoque de democracia social, ciudadanía participativa y prevención; lo cual significa asumir que la vulnerabilidad a los desastres es expresión de una vulnerabilidad multidimensional, definida por factores socio-económicos, educacionales, raciales, culturales, de acceso a salud, de distribución urbana y demográficos, entre otros.
La reducción de la vulnerabilidad al riesgo, depende de reducir los factores que la configuran de manera integral. Una mayor inclusión y mejor acceso a derechos hace a las personas menos vulnerables.
La educación y la comunicación social para el riesgo y la catástrofe son acciones a tener en cuenta. Incorporar la percepción del riesgo relacionada con ello como parte de lo cotidiano es clave antes, durante y después de la catástrofe. Esto incluye instruir a los medios de comunicación en la manera de informar y en su rol como generadores de contenidos en estas etapas.
Es recomendable considerar el enfoque de género en la gestión del riesgo y la respuesta a desastres. Las mujeres son mucho más propensas a ser damnificadas y perder la vida en estas situaciones, pero también las más susceptibles de generar redes de colaboración y asistencia.
Así como no es justa la distribución del ingreso en nuestro país, ni que las catástrofes siempre afecten a los que menos se benefician de dicho reparto, tampoco es justo ni aceptable que quienes se llevan la mayor parte de la riqueza no sean parte en la respuesta.
Por último, creo que necesitamos una perspectiva descentralizada, que estimule y se beneficie de la enorme capacidad de los chilenos para la acción colectiva, sin instrumentalizarla ni excusarse en ella. La comunidad potencialmente afectada por los desastres tenemos el derecho de participar en el proceso de diagnóstico, elaboración, desarrollo y control de estas políticas públicas.
Reducir el impacto de los desastres pasa por reducir el impacto de la injusticia social. En esto, tenemos que comprometernos todos, empezando por aquellos que se benefician de la desigualdad.
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Foto: CNN
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