Eso hizo el movimiento ciudadano. Sacó la política de los salones del Congreso y la llevó al ágora. Nuevamente la política fue cosa de todos, el actor principal ya no era el político, sino el ciudadano, que irrumpía con fuerza en la esfera pública.
Desde mi infancia en dictadura, se me repitió que “meterse en política” era una “estupidez”. La política es sucia, me decían, con la misma fuerza con que las monjas insistían en que el sexo era pecado. Como si ambas cosas no fueran propias del ser humano.
Elevaron el asco a la política a una especie de dogma: ser político, interesado o participe de la política, era “malo”.
La política, que a lo largo de la historia ha sido definida y redefinida en un sin fin de sentidos, no es mas – ni menos- que la forma en que los ciudadanos nos ponemos de acuerdo para actuar en beneficio de la polis. Es el espacio donde hombres y mujeres, de frente, consensuamos para poder vivir juntos en un mismo territorio.
Por años, y eso sin duda se debe en una buena parte a la brutal dictadura que vivimos, la política se dejó en manos de unos pocos. Militar en un partido resultaba peligroso, y luego absurdo.
Cuando los familiares de las víctimas de la dictadura pedían justicia, se les acusaba de hacer política. “Hacen política con sus familiares muertos”, decían en tono de crítica, asumiendo que eso era una falta. Claro que hacían política cuando presentaban un recurso de protección o se manifestaban frente a tribunales. Por supuesto, era política y se hacía públicamente, se ejercía ciudadanía. Pedir justicia es hacer política, la justicia es una de las aristas más importantes en una comunidad. Sin justicia se hace imposible la paz social. Sin duda alguna, pedir justicia al estado es hacer política.
Después de la dictadura, seguimos en el mismo tren, por años. Frases como: “Gane quien gane mañana tengo que trabajar igual” o “todos son iguales, da lo mismo quién salga electo” se metieron tan a fondo en nuestras almas, que la política se mantuvo encerrada en oficinas y existía la prohibición implícita de sacarla de ahí.
Pero el 2011 la política irrumpió en la plaza pública, salió con fuerza a la calle.
Eso hizo el movimiento ciudadano. Sacó la política de los salones del Congreso y la llevó al ágora. Nuevamente la política fue cosa de todos, el actor principal ya no era el político, sino el ciudadano, que irrumpía con fuerza en la esfera pública.
Y así oíamos – con sorpresa – que los voceros de los estudiantes no solo señalaban que era lo que querían lograr, sino cómo querían lograrlo. No solo exigían educación gratuita y de calidad, sino que además decían cómo debería hacerse. Dejaron claro que para ello era necesaria una reforma tributaria, nacionalizar nuestros recursos y poner fin al lucro. Los jóvenes eran ciudadanos actuando en política.
Nuevamente el horror se apoderó de Chile.
Y aparecieron las voces de siempre: “están hablando de política” “eso no es asunto de los estudiantes” “que se vayan a estudiar” y hasta consiguieron formar grupos de jóvenes que, oponiéndose al grueso de sus compañeros, aparecían en los medios de prensa diciendo: “Yo solo quiero estudiar”, “Entré a la universidad a sacar un título” Optando no por ser ciudadanos, sino individuos; preocupados solo de su propio futuro, no del devenir de la polis.
Pero la ciudadanía se expresaba con fuerza.
Cuando hoy la extrema derecha pide “no escuchar a la calle” está pidiendo que la política vuelva a su encierro, a ser cosa solamente de algunos. Necesitan evitar a los ciudadanos.
Recordemos que el gremialismo es la base ideológica de la UDI y el gremialismo, en su esencia, destruye la ciudadanía, transforma a los ciudadanos en individuos, les quita la capacidad de actuar en conjunto en beneficio de la comunidad.
Por eso el alcalde de Valparaíso se desarmó frente a Osvaldo Wilson, cuando éste lo increpó. Castro estaba seguro que llegaría a un lugar donde la gente agradecería la preocupación de “la autoridad”. Sin embargo, se encontró con un individuo interesado no solo en recuperar su vivienda, se encontró con un ciudadano preocupado por el bienestar de su comunidad, que le exigía presencia y acción, que hacía política y que en sus palabras expuso los problemas de su entorno. Castro solo pudo recurrir a una pachotada, quedando en ridículo.
Que extraña perversión es esa que ve la preocupación por el bien común como lo “incorrecto” y alaba como lo “adecuado” el desprecio por lo público.
Recordemos que en el pasado, no muy lejano, era a la inversa. Y en la Grecia antigua eran los esclavos lo excluidos de participar en la vida de la Polis.
Los individuos debemos aprender nuevamente a irrumpir en política, volver a ser ciudadanos, a actuar concertadamente.
Es vital, porque, como decía en un comienzo, la política es lo que nos permite vivir juntos como comunidad, el resto es barbarie, violencia, dictadura.
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