Perdones hay muchos. Está el perdón disculpado, el perdón ciudadano. Hay uno coloquial y uno místico. Conozco el perdón religioso y el perdón histórico. También el perdón mundano y el perdón trascendental. A veces, veo un perdón que se vulgariza y otras, uno que emerge desde la trivialidad del vivir cotidiano para encarnarse en un intercambio de miradas; un perdón comprendido. Aunque quizás, perdón hay uno solo, y maneras de darlo y recibirlo, muchas.
Nosotros, los seres humanos, las personas que cambiamos de máscara dependiendo de las circunstancias en las que nos encontramos, ¿qué hacemos con el perdón que se nos ofrece? ¿Qué hacemos con las disculpas que alguien nos da?
Hace unos días, por estar mal estacionado (deliberadamente mal estacionado) mientras esperaba algo, recibí desde otro vehículo un llamado de atención en forma de bocina. Era temprano, alrededor de las 8:30 am. Al parecer entendí mal el mensaje, porque al mover el auto, el bocinazo se pluralizó y, mientras me detenía y bajaba el vidrio, su ensordecedor alegato fue acompañado por gestos y palabras que un hombre me regaló desde su más visceral experiencia, incluso desde segundos antes de que pudiésemos establecer contacto visual. No reproduciré todo lo que me dijo ni tampoco se los dejo a su imaginación, porque fueron palabras tan comunes en nuestro día a día, que para conocerlas la imaginación no es necesaria. Tampoco usaré este espacio para devolverle el comentario al espontáneo caballero. Bueno, quizás sólo para decirle que el auto pudieron habérmelo regalado, e incluso la licencia de conducir pudo haber sido un obsequio, pero que el perdón no.Pareciera que al pedir perdón, así, cotidianamente, valiese más la exaltación, la rabia, el garabato y el dejar fluir el malestar que nos presiona, que la simple pero profunda aceptación de una disculpa
El perdón, señoras y señores, nos pertenece de forma natural, tal como lo es cualquier otra manera de relacionarnos con los demás. Sin embargo, pareciera que al pedir perdón, así, cotidianamente, valiese más la exaltación, la rabia, el garabato y el dejar fluir el malestar que nos presiona, que la simple pero profunda aceptación de una disculpa. Pareciera que entre elegir qué hacer con la disculpa que se nos ofrece y qué hacer con el malestar sentido, preferimos enfocarnos en lo segundo a costa de lo primero. Pareciera que ese perdón que se nos entrega nos inmoviliza con sus pretensiones de ocupar un espacio que ya está siendo utilizado por palabras y gestos cuasicatárticos. Y digo cuasicatárticos, porque subir y bajar a alguien (saben a qué me refiero) puede ser liberador, pero no purificador.
Por si ya lo están pensando, les comento que esta reflexión no me hace mejor persona que mí coprotagonista en esta historia. El hecho de proponer una reflexión basada en la situación que les relato, no me exime de futuras cuasicatarsis ni de la posibilidad de banalizar el perdón. Conozco esa pequeña, egoísta pero agradable sensación de liberación de estrés que se expresa soezmente y reconozco que en ocasiones disfruto leyendo cómo mis coterráneos se tratan en Twitter o Facebook (me atrae y me intriga la preferencia por enfrascarse en discusiones ahí y evitar resolverlas en citas cara a cara en un café, boliche o lugar de trabajo).
Claro, el asunto está en que aceptar una disculpa, una petición de perdón significa que nosotros también perdemos algo. Significa hacernos responsables de comprender al otro antes que buscar ser comprendido (aunque lo que esperamos que se comprenda es nuestra manifestación verborreica que se activa bajo presión). Y en esto, nos dejamos fácilmente llevar por el bienestar propio en desmedro del de la otra persona y el nuestro conjuntamente. O como me dijo un sabio mesero una vez: hacer algo así amigo mío, dejar de lado la satisfacción de nuestros impulsos en favor del otro y en favor de la humildad, nos mueve el piso. Lo sentimos como si perdiésemos cierta estructura que nos sostiene. Por eso, si alguien nos ofrece su disculpa o si nosotros pedimos perdón, lo que resulta es que éste acto pasa a segundo plano y prevalecen otras cosas. Puede prevalecer una reacción visceral, pasajera, como la descrita, o esa sensación de dominio, de fortaleza, de superioridad que creemos que nos sostiene y gracias a la cual, asumimos que el perdonado, ahora depende de nosotros.
Por esto, si una disculpa ofrecida no es bien recibida (de hecho, creo que en mi caso, la disculpa ni siquiera llegó a puerto; recuerden que antes de establecer contacto visual, los improperios ya habían llegado a mis oídos), es solo anecdótico comparado con aquellas ocasiones en que la disculpa se utiliza como garantía de sanción. Es decir, cuando el acto de pedir perdón se usa para autorizar a quien lo otorga, a ubicarse por encima de quien se disculpa, ya sea en términos legales o morales, de modo que quien se disculpa, merece una reprimenda. En este caso, el perdón se ha banalizado.
Entonces, a fin de cuentas, ¿qué hacemos con el perdón que se nos ofrece? ¿Qué hacemos con las disculpas que alguien nos da? Y por sobre todo, ¿qué significa perdonar?
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