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Santiago: la ciudad invisible

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En la ciudad invisible, un piano detiene la prisa de los transeúntes, abre sus oídos absortos, inventa una atmósfera irreal. El tiempo agudo, incesante, hace una pausa. Sonríe, se une a un coro de miradas fugaces, una manada furiosa repentinamente atada a un sitio frágil donde la música reemplaza las velocidades cambiantes de los automovilistas. Todo lo demás sigue su curso, el semáforo y sus tiempos imperturbables, el cliente que toma su número para ser atendido en la farmacia, el caballero que pide un café en una barra sitiada por espejos.

Era un día corriente, de aquellos que no quedan en la retina de nadie. Esos fragmentos que Jorge Teillier sabe unir con una eternidad poderosa; esos lugares huérfanos de un destino magnífico y encomiable. Simple y ligero, un día calendario fijado en el mes que le corresponde desde siempre. Pero a veces, la rutina sabe torcer la premonición de sus actos, es que algo en el azar esconde una traición ladina y perezosa que invade inesperadamente la vida común y corriente de todos los días.

De pronto, aparecieron músicos avezados en un lugar donde abundan consumidores colegiados, peatones apurados, comerciantes trasladando su mercancía. Como caídos del cielo, o sembrados de pronto en la superficie, ellos se sentaron y luego de practicar unos segundos, interpretaron una canción que todos pudimos escuchar, mientras algo en nosotros se alegraba de estar ahí, de permanecer abrazados a un momento gentil y humano, demasiado humano.

Algo tan simple como un piano, puesto en la ciudad como una provocación fabricada en esa agenda tediosa llena de metas y propósitos, logra detener la barbarie del tiempo incesante, las preocupaciones diarias de los modernos ciudadanos del siglo XXI. La geografía definitiva de una capital acostumbrada a silenciar la belleza que contiene, los testimonios personales de tantas rebeldías culturales en el metro, la micro y los graffitis. Demasiadas voces estrenando nuevas expresiones en medio de esa civilización extrañamente civilizatoria.

Ahora no está. El piano se ha ido y no veo los músicos que seguramente transitan clandestinamente por el paseo Ahumada. Ahora un señor vende maní confitado donde hace algunas semanas un asombro verídico vencía a los transeúntes. Allí, detrás de una amplia vitrina permanece impávido el mismo maniquí esta vez con una renovada tenida en la fría estación de invierno.

Hemos aprendido a inventariar las sombras del progreso, develar las más temibles conspiraciones globales. Ocupamos tanto tiempo en difundir diagnósticos letales, el fin del mundo parece más cerca que el inicio de otra era

Con frecuencia no miramos el destello que nos aguarda en la calle, lo que la ciudad es capaz de hacer para torcer la curva premeditada de los acontecimientos. En esta geografía urbana, llena de muros reales y simbólicos, algo estalla en los ojos, maravillosamente, de vez en cuando, casi. Empuja el sentido de lo posible, escruta lo que parece inmutable; esconde una fuerza delicadamente poderosa.

Hemos aprendido a inventariar las sombras del progreso, develar las más temibles conspiraciones globales. Ocupamos tanto tiempo en difundir diagnósticos letales, el fin del mundo parece más cerca que el inicio de otra era. En esta ciudad invisible que permanece porfiadamente en la superficie hay signos de sobrevivencia, de una aguda resistencia, valiente y febril, que nos vuelve a conectar con la felicidad que anhelamos construir en el presente.

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