Tras una primera parte del año en que nos solazábamos hablando de “placas tectónicas”, “liberación de energía”, “seísmo” y “escala de Mercalli”, y un entremés mundialero en el que animamos arduas sobremesas a punta de “implante de plaquetas”, “desgarro del isquiotibial” y “puesta a punto en el contacto fino con el balón”, ahora nos entretenemos hablando de “diámetros de sonda”, “asentamiento de la mina”, “resistencia de la superficie rocosa” y “chimeneas de ventilación”.
El periodismo hace suyas palabras que en principio no entiende, les otorga un significado comprensible para el debate público –donde, por ejemplo, “sonda” sería broca, “isquiotibial” muslo y “liberación de energía” remezón – y entonces los ciudadanos de a pie hacemos el resto. Hoy en la mañana escuché a un parroquiano del Café Haití decirle a otro: “huevón, lo que pasa es que la nueva perforadora trabaja de arriba hacia abajo, onda centrífuga, porque es una máquina sudafricana, y entonces los mineros no tienen que mover un dedo en el refugio. Es como con el petróleo. Igual”.
Es fácil advertir las imprecisiones y despistes que se producen en ese tránsito del lenguaje en la calle, pero, puesto contra la pared por una espada, prefiero ese nivel de debate imperfecto, que es de la esencia de la democracia, que el lenguaje aséptico, impoluto e inabordable que los especialistas, técnicos, politólogos y profesores inventan para sustraerse del espacio público.
Ocurre, por ejemplo, con la termoeléctrica de Punta de Choros. Cuando uno intenta discutirle a un “experto” sobre la pertinencia de destruir un ecosistema, las respuestas siempre dan a entrever que lo que uno debería hacer es callarse un poco e ir a estudiar, antes de hacerle perder tiempo a la eminencia: “ninguna otra energía ha demostrado ser competitiva”, “negarse es estar fuera de la realidad”, “no has estudiado correctamente el tipo de daños que se producirían si se sopesan las alternativas de mitigación”, o “¿acaso prefieres quedarte a oscuras?”
Detrás de estos oráculos están sus desagradables brazos armados, no necesariamente letrados, pero siempre agresivos. Así, si persistimos en la discusión de Punta de Choros lo que recibiremos por respuesta por parte de una funcionaria pública es que somos unos “hippies de mierda”. Y si nos da por alegar contra el sueldo mínimo, el precio del pan o las comisiones bancarias, nos dirán que somos punto menos que débiles mentales, trasnochados, incapaces de entender cómo funciona la economía de mercado. Economía que se ancla, cómo no, en la naturaleza misma del ser humano. “Usted no entiende, y como no entiende, no puede discutir”, esa es la consigna, aunque se trate de cuestiones que deben necesariamente someterse al escrutinio público.
Gran parte de los filósofos, sociólogos, tesistas a sueldo, cientistas políticos e intelectuales que pueblan este mundo no lo hacen mucho mejor. Trata uno de asistir a sus charlas y clases, con buena fe y entereza mental, y lo que recibe a cambio son enjambres verbales que sólo pueden entender los tres o cuatro personajes que compiten entre sí por una pasantía o un Fondecyt.
En una democracia –y en una sala de clases, o en un café – todos pueden discutir sobre los fines, aunque no todos sobre los medios. La trampa de ciertos ministros de hacienda, ingenieros y profesores es hacernos creer que, por no dominar los medios, no podemos discutir sobre los fines. El puente de Chacao no es bueno o malo, sino que es “inviable”. Las termoeléctricas no son buenas o malas, son “inevitables”. Y, ciertos académicos no son crípticos, sólo son demasiado inteligentes.
Hace un tiempo, junto con Pancho Mouat y Guillo, publicamos un “Diccionario ilustrado del fútbol”, en donde parte del chiste era hurgar en el verdadero significado de conceptos como “borbollón”, “a boca de jarro”, “venirse la noche” o “comilón”, sabiendo que la jerga técnica es siempre una cara de la soberbia intelectual, que ensucia lo que toca, transformando todo documento en un “paper”, cualquier conversación informal en un “brainstorming” y la generalidad de los asuntos relevantes en un “issue” o un “must”.
“Estamos bien en el refugio los 33” es la oración más perfecta, concisa y llena de sentido que se ha dicho este año; se basta a sí misma, se entiende perfectamente en su infinita riqueza, y ni toda la fraseología irritante del sujetador designado del papel consigue contaminarla.
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