Cada vez que Stephen Hawking escribe un nuevo libro, en algunos medios de comunicación y principalmente en los más conservadores, se desata un apasionado debate acerca de la posible existencia de dios y sobre si las explicaciones racionales sobre el origen del universo y de la vida avalan o niegan esa posibilidad.
Sin embargo, creo que algunos hechos acontecidos en nuestro país y en el mundo nos indican que la existencia o inexistencia de dios no parece ser el tema fundamental, sino más bien el lugar que, como seres humanos, le asignamos a la fe en la relación que como especie establecemos entre nosotros y con el resto de la naturaleza.
Es sorprendente cómo la fe, en algunos minutos, es capaz de nublar completamente la razón, hasta convertir lo obvio en algo confuso e inexplicable, permitiendo legitimar la maldad más extrema y convertir en aceptables, conductas completamente reñidas con la ética y la moral.
Un ejemplo claro de esto son los casos de abusos sexuales al interior de algunas iglesias, en donde la fe ciega llevó y lleva, hasta el día de hoy, a muchos jóvenes a tolerar aquello, a pesar de que su propia razón les dice y les decía que era inaceptable. En muchos de estos casos, la fe ciega en quien representa, o dice representar la verdad sagrada, sumada al rechazo que ese intenta infundir hacía la crítica racional, terminó por transformar estos crímenes en algo difícil o imposible de rechazar. Se instala así el temor en el poder detrás del poder y a la razón ilustrada en un elemento sin importancia en la formación de aquellos jóvenes.
Otro ejemplo claro es el que permite a muchos avalar y hasta defender las violaciones a los derechos humanos y la política de exterminio que hace sesenta años el Estado de Israel practica contra el pueblo palestino, en una completa y total impunidad, porque creen ciegamente que los sionistas, que se autoproclaman descendientes de los hebreos antiguos, son un pueblo “elegido” por dios al cual se le habría obsequiado una tierra en donde no habitaban.
Ello permite establecer una supuesta diferencia, entre el discurso basado en una raza superior que ofrecía el nazismo a sus seguidores y un discurso que, por estar avalado por una concepción religiosa del universo, parece no admitir cuestionamiento ni rechazo.
Lo mismo pasa cuando alguien es capaz de llegar a pensar que bienaventurados son los que sufren y los que tienen hambre y sed de justicia y que después de muertos serán recompensados. O los que asumen, desorientados por una fe, que alguna guerra, por justa que parezca, puede llegar a ser santa. Lo mismo, cuando alguien se atreve a afirmar que, como especie, podemos destruir la naturaleza, porque ésta solo existe para satisfacer nuestros deseos o que podemos reprimir a los que piensan distinto en nombre de dios y la virgen.
En este contexto, parece que la existencia de dios y el origen del universo pierde toda importancia, pero el lugar que le asignamos a la fe, en oposición a la razón, en cómo se conduce la sociedad actual; en cómo nos relacionamos con otros tratando de hacerlos vivir bajo nuestras definiciones y en cómo se desarrolla el el poder y la dominación, se vuelve trascendental.
No habrá que sorprenderse entonces, si las religiones continúan legitimando de manera indirecta, ocultando o encubriendo, crímenes que la sociedad en su conjunto y en pleno uso de su intelectual colectivo, condena de forma mayoritaria y tajante, siguen perdiendo, paulatinamente, el derecho que se auto asignan, de guiar a la sociedad.
Incluso, no habrá que sorprenderse si, como muchas otras, que duraron incluso varios miles de años más que las que hoy existen, terminan desapareciendo y cayendo en el reducto, casi siempre implacable, de la historia.
Comentarios