Actitudes como ser proveedores, ineficientes emocionales, y el resolver problemas a través de la violencia (simbólica, psicológica o física) son designios culturales que se le han atribuido a los hombres. Designios que nacen desde un modelo de masculinidad hegemónica funcional. Pero estos mandamientos no ocurren en una espacialidad ambigua, ocurren en espacios físicos concretos, como lo son las ciudades.
La forma en que se han construido las ciudades ha estado en constante revisión durante los últimos años desde diversos puntos de vista. En el año 2017 se posicionó el concepto de un Santiago Resiliente; en 2019 un Santiago Humano; y actualmente a partir de la pandemia del COVID-19, un Santiago Saludable. Así diversas casas de estudios, centros de investigación, ONG y colectivos han impulsado banderas que apuntan a la construcción de ciudades en clave feminista, de infancia, ambientalmente sostenibles, entre otros planteamientos, que, si bien suenan diferentes, comparten un horizonte: el bienestar de las personas en las ciudades.
Las ciudades permiten comprender los intentos de progreso en las sociedades occidentales. Una de las primeras medidas de las que se recuerda en la historia del urbanismo en la capital del país es el Plan Vicuña Mackenna de 1872, cuyo objetivo fue el rescate de una “ciudad enferma”. Ejecutándose un plan modernizador que redujo los focos de insalubridad de la ciudad y hermoseó el actual centro de la comuna de Santiago, creándose el Parque Forestal (haciendo un guiño al Stgo humano), la canalización del río Mapocho (de igual manera al Stgo resiliente), se dota de agua potable (y finalmente al Stgo saludable), entre otras obras que hasta nuestros días podemos apreciar.
No obstante, este proceso da cuenta de profundas desigualdades que fueron invisibilizadas a partir de un discurso de progreso e higienización. Es decir, el proceso de modernización de la ciudad, marginó a personas que no cumplían un rol funcional para la sociedad de aquel entonces, siendo expulsados hacia el otro lado del río, hacia la denominada Chimba en el sector de Recoleta, una población de personas y dinámicas, con prácticas culturales y maneras diversas de vivir, migrantes (latinos), prostitutas y personas en situación de calle. Ejercicios como el antes relatado han ocurrido de forma similar (y siguen realizándose) en el nombre del progreso en el último tiempo.
Cabe preguntarse entonces, ¿quién diseña la ciudad?, y ¿para quién se diseña?
Las ciudades chilenas, y en específico la cuidad de Santiago, tienen una configuración profundamente neoliberal, con poca regulación de sus suelos y del mercado inmobiliario. Permitiendo de manera masiva la gentrificación de barrios históricos. La turistificación de barrios centrales, el desplazamiento de personas que ya no son “deseadas” en estos lugares de la ciudad y, la pérdida de espacios públicos, transformados en espacios privatizados, negando identidades diversas y homologando a un solo tipo de ciudadanía, pensada desde un espectro de consumo y profundamente masculinizada.
Desde un enfoque feminista se ha planteado un cambio en el esquema mental en la planificación urbana: reconocer a una red en la que todas las personas son imprescindibles e indispensables, sin plantear el desarrollo desde un enfoque polarizado de mujeres contra hombres, sino que entiendo que la matriz del problema radica en el sistema cisheteropatriarcal.
La diversidad de personas podría disfrutar de la ciudad sin disputar espacios de poder dentro de ella, percibiéndola de manera segura, amigable y a escala humana como se planteaba en 2019. Bajo esta lupa, lo local y lo cotidiano se vuelve protagonista ante el escenario urbano, donde mujeres, niños/as, disidencias sexuales y de género puedan también co-diseñar y ocupar los espacios dentro de las ciudades.
La ciudad ha sido construida por hombres y para hombres que sean funcionales a los mandatos de la masculinidad hegemónica, de productividad y de relaciones violentas
El enfoque de ciudades saludables planteadas desde el año 2020 por el CNDU, recupera el enfoque sociocomunitario de encuentro y cuidado colectivo, de observar y dar espacio a dinámicas cotidianas, permitiendo ejercicios de proximidad, generación de redes, vínculos y trabajo colaborativo a micro y macro escala.
Una buena práctica amigable, segura y comunitaria a relevar, han sido los CECOF y CESFAM (sobretodo en este periodo de pandemia), los cuales han sido instituciones de la salud que realizan este tipo de prácticas sociocomunitarias, configurando una manera diferente en cómo ejercer el servicio de salud, y que en conjunto con las y los pobladores realizan transformaciones en dinámicas que promueven un sentido preventivo del deterioro de la salud individual y colectiva, quebrando con el sentido clientelar y el de las agendas centradas en la agencia y lo paliativo de los servicios de salud en las ciudades.
El urbanismo neoliberal ha generado profundas desigualdades, plausibles en comunidades más propensas a experimentar situaciones peligrosas como la convivencia con el narcotráfico, muertes o riñas callejeras producto de la vulnerabilización de lugares; enfermedades debido a la falta de espacios públicos, áreas verdes o arborización adecuada; a experimentar grandes trayectos diarios para movilizarse desde sus comunas de residencia hacia sus lugares de trabajo o estudios. Situaciones que en términos estadísticos afecta de mayor manera a hombres en su trayecto vital debido a los mandatos de la masculinidad hegemónica (OPS, 2019), sin embargo, este planteamiento no busca disminuir ni desconocer la gran dinámica de violencia hacia las mujeres (producida desde los hombres) quienes concentran una victimización de un 80% de los casos de violencia intrafamiliar (CEAD, 2020) o que el 97% de las mujeres declaran haber sido acosadas en la vía pública al menos una vez durante el año 2018 (OCAC, 2019), no obstante, la violencia física en contra de las mujeres, ocurre principalmente en espacios privados como la vivienda.
De ahí, que determinantes sociales de la salud como el estilo de vida marquen la esperanza de vida de hombres y mujeres en la Región Metropolitana. Un dato que insuma al argumento sobre las diferencias estructurales que experimentan hombres y mujeres en su trayecto de vida lo da un estudio publicado en The Lancet Planetary Health en 2019, el cual señala que la expectativa de vida de las mujeres es de 6,3 años más que los hombres, y al observar las diferencias por sector de residencia, se advierte que los hombres de las comunas del sur y poniente de la capital viven en promedio 8,3 años menos que hombres de las comunas del oriente; o que los hombres por sobre las mujeres experimentan en razón de 1,5 veces mayor número muertes violentas o episodios de agresiones violentas en el espacio público en sectores con mayor índice de vulenrabilización socioeconómica (excluyendo la comuna de Santiago Centro) de acuerdo a datos entregados en el presente año por el Centro de Estudios y Análisis del Delito del Ministerio del Interio, actos perpetuados por otros hombres debido a los mandatos de la masculinidad hegemónica que define al riesgo (violencia, desvinculación con chequeos o tratamientos médicos, consumo problemático de alcohol, etc.) como una característica de hombría (OPS, 2019).
En este sentido, la ciudad ha sido construida por hombres y para hombres que sean funcionales a los mandatos de la masculinidad hegemónica, de productividad y de relaciones violentas. Lo que pone en la palestra la necesidad de hacer un llamado a pensar y construir ciudades saludables en su gran espectro (no sólo enfocada en la problemática de la pandemia producto del COVID-19), y también a hacer hincapié en concebir políticas públicas urbanas y de vivienda enfocadas en reducir la segregación espacial y las desigualdades sociales, y al mismo tiempo, en replantear las relaciones humanas con una visión más amable, rompiendo con la mecánica del poder desigual basada la jerarquización del género, dinámicas individualistas y centradas en la producción. Además, se pone en entre dicho la forma de concebir a las ciudades desde una mirada masculinizada, que no ha permitido que mujeres, otros géneros y hombres con conductas no hegemónicas, entendidas como “masculinas” puedan ser parte de la ciudad y, es más, que ha promovido un estilo de vida que marca en principio la vida de los hombres, acortando sustancialmente su esperanza de vida, más aún cuando se cruza con la residencia en comunas vulnerabilizadas.
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