Tras la renuncia de dos presidentes de CONICYT en menos de tres años, y el estancamiento o caída en programas y concursos claves del organismo -en especial los que dan financiamiento a investigadores jóvenes-, hoy no existen dudas de que la ciencia chilena vive una crisis de una envergadura probablemente mayor a la que se vivió el 2007, y que culminara con la recordada protesta de la comunidad científica frente a las dependencias de CONICYT. Si el gobierno se había manifestado escéptico o simplemente desinteresado por fortalecer la ciencia chilena (especialmente su institucionalidad), este es el momento en que se evidencia el resultado de dicha política.
Tal vez vale la pena recordar que esta no es una crisis de presupuesto o recursos, por más bajos que estos sean. Lo que la ciencia vive ahora es una crisis de institucionalidad, una que se ha mostrado insuficiente para responder a los problemas y desafíos que el país presenta en la materia. Comprensiblemente, ya son muchos los que concuerdan con este diagnóstico. Por si fuera poco, Francisco Brieva se ha encargado de enfatizar el punto, evidenciando la insuficiencia de la figura del “consejo” para resolver los desafíos de la ciencia chilena. Brieva sugirió falta de reflexión en torno a la solicitud de restaurar el consejo de Conicyt, afirmando en una entrevista (El Mercurio, 1 de Noviembre, página A11) que “lo que se hizo fue intentar convencer que un televisor Antú de los años 70 se ve mejor que un LED de 80 pulgadas”, y señalando elocuentemente la escasa relevancia política de dicha figura de institucionalidad, al recordar su falta de llegada a los altos niveles políticos (“Nunca hablé con la Presidenta de la República […] No tuve llegada con actores políticos. ¿Una conversación con el ministro de Hacienda? No, no… eso no”).La oportunidad que tenemos por delante es la de avanzar sobre lo que se ha construido durante los últimos años. Ha transcurrido media década desde que se comenzara un trabajo serio e intenso -entre la comunidad académica, científica y el mundo político- para debatir el problema de la institucionalidad de la ciencia.
La oportunidad que hoy se presenta ante la crisis que vive la ciencia es la de transformar de una vez por todas esta institucionalidad anacrónica, insuficiente, y de escasa relevancia y nivel político, en una que permita por una parte resolver dichas deficiencias, y que por otro lado permita la construcción de una nueva estrategia de desarrollo científico con miras a contribuir al progreso del país en sus múltiples dimensiones.
La oportunidad que tenemos por delante es la de avanzar sobre lo que se ha construido durante los últimos años. Ha transcurrido media década desde que se comenzara un trabajo serio e intenso -entre la comunidad académica, científica y el mundo político- para debatir el problema de la institucionalidad de la ciencia. Seguramente ya nos aproximamos al medio centenar (tal vez más) de jornadas de debate sobre el tema, en distintas instancias, muchas de ellas incluyendo al mundo político (autoridades de gobierno y parlamentarios).
Dos comisiones asesoras presidenciales han avanzado en la misma línea en los últimos años, entregado recomendaciones que, en lo medular, coinciden plenamente -dotar a la ciencia de una institucionalidad de rango ministerial-, y la propuesta ha sido respaldada ampliamente (sólo basta recordar la carta firmada por la totalidad de los senadores para solicitar a la presidenta Bachelet avanzar en la creación del ministerio, a inicios de este año). Incluso se avanzó en restaurar el consejo de CONICYT, paso que algunos veían como suficiente, pese a que la ciencia chilena va más allá de CONICYT y pese a que la restauración de dicho consejo no resolvía las deficiencias de la institucionalidad científica nacional.
Por supuesto, es en estas instancias en que suelen también aparecer o reflotar quienes buscan desconocer o menospreciar el trabajo de años recientes que ha involucrado al mundo académico, científico y político, y que gustan de proponer “aquí y ahora” la receta para sortear la crisis institucional de la ciencia. El riesgo de dejarse seducir por estas voces es retroceder y seguir debatiendo por años, como ya ha ocurrido en el caso de la ciencia. Es importante recordar que se viene discutiendo en Chile sobre este tema al menos desde el año 2000. Este debate de década y media, que ha llevado a la inusual situación de crear dos comisiones asesoras presidenciales en la materia en los últimos tres años y otras en años anteriores, ha contribuido (junto a otras razones, por supuesto) para conducir a la ciencia chilena a su actual crisis. Obviamente, la oportunidad también se abre para quienes creen que la ciencia debe estar dentro del ministerio de Economía u orientarse única o principalmente a fortalecer el crecimiento económico, un riesgo siempre presente.
La buena noticia es que hoy el consenso de la necesidad de dotar a la ciencia chilena de una institucionalidad de rango ministerial parece claro. Son numerosas las voces que han salido a reafirmar esta propuesta en años recientes y especialmente tras la entrega del informe de la última comisión asesora presidencial y más recientemente tras la salida de Brieva. La mencionada nota sobre la renuncia del presidente de CONICYT afirmó este domingo que “de ahí que [Francisco Brieva] crea que es urgente un ministerio de la Ciencia y la Tecnología, ya que no es sensato que Conicyt dependa del Ministerio de Educación, saturado en sus capacidades y que le impiden cumplir hasta su propia misión”.
Considerando la molestia causada por la renuncia de Brieva y la defensa que se ha hecho de sus capacidades, es lógico entonces reflexionar sobre sus palabras y sobre lo sucedido. El país ya no puede darse el lujo de seguir debatiendo y creando más comisiones asesoras. Desaprovechar la oportunidad que se presenta sería la lápida para la ciencia chilena, y muy posiblemente a las capacidades y posibilidades de nuestro país para resolver algunos de nuestros problemas y desafíos más importantes, en los que el conocimiento científico tiene mucho que aportar.
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