La renuncia del presidente de CONICYT, Francisco Brieva, ha provocado descontento general en la comunidad científica, la cual ha expresado en una carta abierta, opiniones de destacados científicos chilenos, columnas de opinión y convocatorias a manifestaciones al menos en dos ciudades del país (Santiago y Concepción). Su renuncia es conocida, pero si tomamos perspectiva, es fácil notar que estos hechos se enmarcan en un período de al menos 4 años de conflicto, en los que a pesar de las iniciativas de dialogo, jornadas de elaboración de diagnósticos y discusión de propuestas de cambio, han renunciado ya 3 presidentes de esta agencia y donde sus razones tienen un mismo origen: la falta de voluntades de la clase política y una institucionalidad estéril, llena de burocracia interna y con poca incidencia política a la hora de tomar definiciones.
En este período el diagnostico respecto a la funcionalidad de CONICYT es ampliamente conocido y debatido tanto en la comunidad científica como en el ámbito de la política, donde el informe de la llamada “Comisión Philippi” es categórico en revelar que la misión de esta agencia no es estratégica ni de diseño de política pública, sino de mera ejecución de proyectos y entrega de fondos. Más aun con este informe se puede entender claramente, quién diseña la orientación del desarrollo nacional de CyT, como también a quién beneficia. Por una parte El Consejo Nacional de Innovación para la Competitividad (CNIC), órgano publico-privado creado hace ya 10 años, ha sido quien ha definido la agenda estratégica de desarrollo científico tecnológico del país y su efectividad a la hora de orientar puede ser verificada fácilmente, pues basta con revisar las áreas de investigación que han sido beneficiadas los últimos años con financiamiento de proyectos y centros de investigaron de excelencia.Esto no solo pone a prueba nuestras capacidades de comunicar lo que hacemos de forma coloquial, sino que también nos pone el desafío de dialogar con la sociedad y construir juntos soluciones a los problemas sociales.
Por otro lado podemos notar que la orientación de la política científica sigue teniendo un carácter economicista, ya que la cartera de economía es quien preside el comité interministerial de innovación, órgano responsable del diseño a mediano plazo. Como resultado tenemos un sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación que ha mantenido un modelo primario exportador que no incentiva la diversificación de la matriz productiva, limitando la capacidad de desarrollo de nuestro país, y a la vez entregando dividendos a quienes hoy son dueños de la economía chilena, las llamadas “4 familias”.
Con esto es evidente que el dilema que atraviesa esta coyuntura es solo una expresión más de la crisis por la que está pasando el modelo económico y político chileno, heredero de los blindajes institucionales de la dictadura y de una clase social en la política que se ha dedicado a administrar el país a su beneficio. Este es un problema de poder y una muestra de esto es que la propuesta del sentido común para solucionar el conflicto científico sea la creación de un ministerio de ciencia y tecnología, la cual los sectores de la nueva mayoría y la alianza se han negado a implementar en sus periodos de gobierno.
Además, a pesar del consenso que existe en esta solución, no hay garantía de que sea un aporte mientras tenga un flanco abierto fundamental: ¿quiénes se harán cargo de esta estructura estatal a la hora de ser creada? Y ¿cómo se asegurará que esta institución vele realmente por que la ciencia en nuestro país sea para el beneficio de todos y no de unos pocos? Es aquí donde la comunidad científica tiene una deuda importante, pues no ha sido capas de acumular la efervescencia social generada los últimos años por este conflicto. En otras palabras no hay una organización con vocación de poder que permita tomar el toro por las astas y asegurarse de que el tan anhelado desarrollo tenga una hoja de ruta clara y constituya fuerza social para defenderla, en el marco de una disputa de poder expresada en la orientación del conocimiento desarrollado y a quien beneficia.
Es aquí donde el rol social de científico toma importancia, pues el desarrollo intelectual no es solo para el crecimiento del ego o la sabiduría personal, sino una responsabilidad con la sociedad. Con esto tenemos una tarea de al menos 2 niveles que desarrollar. El primero es de politización interna. Ésta se debe generar en espacios de base de discusión colectiva, democrática y participativa, que permita evaluar los años de lucha y que decante en una organización que tenga la capacidad de acumular fuerza social.
Por otro lado, debe aportar a la elaboración de un programa mínimo en conjunto con la sociedad que considere el desarrollo del país en función de conseguir nuestra independencia económica, política, cultural, educativa y de desarrollo de tecnologías que respondan a las problemáticas de la sociedad chilena y a la vez permita generar conocimiento para trasformar la realidad cotidiana. Segundo, la comunidad científica debe trabajar por adquirir legitimidad de origen social por medio de la socialización del conocimiento, es decir, difundir el trabajo realizado en centros de investigación y universidades, para que la comunidad conozca el aporte que se realiza al desarrollo del país. Esto no solo pone a prueba nuestras capacidades de comunicar lo que hacemos de forma coloquial, sino que también nos pone el desafío de dialogar con la sociedad y construir juntos soluciones a los problemas sociales. Solo así no serán solo los científicos los que demanden un país que desarrolle ciencia y tecnología, sino una sociedad en su conjunto.
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