Hubo un tiempo en que a Valparaíso se le llamaba con cariño y orgullo la Perla del Pacífico. Hoy, a quien camina por sus cerros o calles centrales le queda la amarga sensación de estar frente a una joya olvidada, opacada por el abandono, la desidia y el deterioro continuo. La inseguridad es palpable. Vecinos que vivieron décadas en sus barrios hoy evitan salir de noche; comerciantes de toda la vida han bajado sus cortinas para siempre; y los pocos turistas que se aventuran por el puerto lo hacen entre grafitis, escombros y fachadas destruidas.
Valparaíso está triste. Su tejido urbano ha sido agujereado por incendios, saqueos, desinversión y vandalismo. Algunos de sus locales públicos más emblemáticos, como el bar Cinzano, cerraron o agonizan entre incertidumbres. El patrimonio histórico –ese que motivó su inclusión en la lista de ciudades Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO– se degrada sin que parezca importarle a quienes deciden y gobiernan. Más aún, quienes alzan la voz en su defensa suelen ser acusados de nostálgicos, conservadores o alarmistas. Pero lo que está en juego no es el pasado, sino la posibilidad de que Valparaíso tenga futuro.
Por supuesto, todo puerto del mundo tiene un lado áspero: barrios peligrosos, comercio informal, circulación de migrantes, vida nocturna inquieta. Pero en ningún gran puerto del planeta la situación ha llegado al nivel de deterioro estancado que vemos hoy en Valparaíso. Y eso que hablamos del principal puerto de Chile, de una ciudad que fue meta de intelectuales, navegantes y viajeros, faro de modernidad en el siglo XIX y emblema cultural del país en el XX. Hoy es un reflejo roto de lo que fue.
¿Quién responde por esta decadencia? La lista es larga, pero hay responsabilidades que no se pueden eludir. Los sucesivos gobiernos regionales y municipales han mostrado una mezcla letal de populismo, retórica ideológica e ineficiencia administrativa. Se ha hecho política con consignas pero sin gestión. Los parlamentarios del distrito, más preocupados de figurar que de transformar, han abandonado el territorio a su suerte. Y las últimas gestiones municipales –más interesadas en la pureza doctrinaria que en el trabajo concreto– han excluido al sector privado como si fuera un enemigo, olvidando que la inversión bien regulada puede ser aliada del desarrollo urbano, turístico y social.
La perla sigue ahí, enterrada bajo el abandono, pero aún puede volver a brillar
No hay recuperación posible sin romper estas lógicas. La ciudad necesita con urgencia, lo propongo, una Comisión Nacional de Recuperación de Valparaíso, transversal, técnica y audaz, con participación del Estado, de las universidades locales, de los comerciantes, del mundo cultural y también del empresariado. Se requieren medidas urgentes de seguridad, planes de restauración patrimonial, incentivos a la inversión responsable y una estrategia de participación comunitaria que no sea solo un eslogan.
Valparaíso no puede seguir siendo campo de ensayo de ideologías ni zona franca de la anomia. No se trata de volver al pasado, sino de rescatar lo mejor de su herencia para proyectarla con belleza y bienestar de vida. La perla sigue ahí, enterrada bajo el abandono, pero aún puede volver a brillar.
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