En tiempos de guerra, cuando las imágenes circulan sin resguardo a través de pantallas y redes, la necesidad de proteger a niños y niñas se vuelve urgente, pues el horror irrumpe sin filtro, sin contexto, sin mediación. No se trata solamente de qué decirles, sino de cómo acompañar sin invadir, de cómo sostener sin traspasar los límites de su mundo simbólico.
La infancia no necesita explicaciones adultocéntricas, sino mediaciones que transformen el caos en formas posibles de ser habitadas. Las imágenes violentas no informan ni enseñan; hieren. No abren comprensión, sino que desbordan. Lo que no se nombra se convierte en angustia sin contorno, y cuando esa angustia no encuentra bordes que la contengan, la salud psíquica se fragiliza de manera persistente.
La exposición directa a la brutalidad no forma ni educa, sino que deja huellas traumáticas si no existen adultos capaces de traducir lo intolerable. No se trata de callar ni de negar, pero tampoco de mostrar crudamente. Lo necesario es dar forma, construir sentido, decir que en otros lugares hay personas enfrentadas mientras otras intentan que el conflicto termine, que hay quienes se equivocan pero también quienes cuidan, protegen y consuelan. La niñez necesita que el mundo sea mediado, que alguien lo ponga en palabras que resguarden, que le dé estructura al desorden.
Si un niño juega a la guerra, no lo detengas, y si representa conflictos con muñecos, no lo corrijas, porque está jugando su angustia, elaborando lo que no puede nombrar con palabras. El juego es su modo de comprender, de sostener lo que lo atraviesa, de transformar lo incomprensible en algo que puede mirar sin quebrarse. Jugar no trivializa la violencia, la procesa. No es distracción ni frivolidad, sino elaboración psíquica profunda. Es una forma de resistencia.
Jugar no trivializa la violencia, la procesa. Es una forma de resistencia
Cuando el entorno se torna amenazante, lo más protector no es entregar información, sino asegurar presencia y continuidad, ofrecer escucha, rutinas, un espacio donde el mundo interno no se desmorone aunque afuera todo parezca derrumbarse. Si hay un adulto que sostiene, es posible que lo intolerable no se convierta en trauma. No les entreguemos el mundo en su crudeza, sino herramientas simbólicas para habitarlo. El juego es una de ellas. El amor, otra.
Jugar también es resistir, no solo al horror, sino al cinismo, a la deshumanización, a la desesperanza, y sobre todo al abandono de la niñez. Cuidar la salud mental de niños y niñas no es un gesto menor ni un acto decorativo, sino una tarea urgente y profundamente ética, incluso para quienes, habiendo crecido sin palabras que nombraran su dolor, hoy necesitan buscar ayuda para poder sostener el de otros.
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