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Reformas que quedan y discursos que se van

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El mundo atraviesa un tiempo duro, incierto, incluso amenazante. Lo dijo Ernesto Ottone con crudeza en la presentación de su libro Caminando por la cornisa: del siglo XX al XXI, realizada en la Universidad Católica de Valparaíso: vivimos en la “fase triste de la globalización” –recogiendo un concepto del economista francés Daniel Cohen–, una era marcada por la desconfianza, los extremos, el debilitamiento institucional y un malestar profundo que desborda los cauces tradicionales de la política. Chile no está al margen de ese cuadro. Al contrario, arrastra más de una década de estancamiento económico, deterioro de la convivencia democrática y una sensación persistente de frustración social.

Frente a ese escenario, algunos vuelven a soñar con soluciones mágicas y facilonas. O rupturas refundacionales que prometen comenzar desde cero. Pero otros —y aquí me ubico— seguimos creyendo que la única izquierda viable y útil para las mayorías es la izquierda reformista. No por cobardía ni acomodo, sino por convicción y realismo político.

El reformismo no es renuncia ni tibieza. Es la voluntad de cambiar de verdad, con pasos firmes, sin saltarse a las mayorías ni dinamitar lo construido. Es mirar la historia y reconocer que los avances sociales más profundos —desde la salud pública hasta los derechos laborales— no fueron fruto de estallidos, sino de luchas continuadas, de gobiernos responsables, de acuerdos que duraron en el tiempo.

La historia está llena de ejemplos: en Europa, la socialdemocracia logró levantar Estados de bienestar que, sin abandonar las libertades democráticas, aseguraron niveles sin precedentes de salud, educación, seguridad social y dignidad para millones de personas. Alemania, Suecia, Francia, incluso España en tiempos recientes, muestran cómo reformas sostenidas permitieron reducir la desigualdad, dignificar el trabajo, proteger a los más vulnerables y robustecer la cohesión social. Y todo ello en democracia, con derechos civiles y pluralismo político.

Chile también conoció esa senda. Desde la vía pacífica al socialismo que intentó Salvador Allende hasta las décadas postdictadura, donde, con todas las críticas que puedan merecer, los gobiernos de la Concertación ampliaron derechos, fortalecieron instituciones, redujeron la pobreza y expandieron las oportunidades educativas. No fue perfecto, pero funcionó. Cambió la vida concreta de millones de chilenas y chilenos.

Hoy esa mirada parece impopular. El maximalismo, el identitarismo y el discurso del todo o nada han dominado parte importante del debate público. Pero como advierte Ottone, “no hay país que haya salido del estancamiento sin consensos fuertes”, sin una política que funcione, sin mayorías sociales que acompañen el cambio. Y esas mayorías no se construyen desde trincheras ni desde la superioridad moral, sino desde la política con sentido común.

Reivindicar el reformismo es también una forma de coraje: decir con claridad que no se quiere arrasar con todo, sino transformar lo que debe cambiar para que el país funcione mejor. Que no basta con tener razón si no hay resultados. Que es preferible una reforma que se lleva adelante, a un discurso que se aplaude pero no deja huella.

Reivindicar el reformismo es también una forma de coraje: decir con claridad que no se quiere arrasar con todo, sino transformar lo que debe cambiar para que el país funcione mejor

No es un camino fácil, ni rápido, ni necesariamente épico. Pero es el único que ha demostrado ser sostenible, democrático y justo. Por eso insistimos en anteriores afirmaciones: reformista y democrática, la única izquierda posible y deseable.

En este escenario, la incipiente carrera presidencial pone en evidencia las tensiones internas del progresismo chileno. Por un lado, el Socialismo Democrático –con una sola candidatura visible– representa a una izquierda que ha aprendido del gobierno, que asume los límites del poder con responsabilidad y que apuesta por una reforma posible y sostenida en el tiempo. No es una izquierda que renuncie a transformar, sino que entiende que los cambios duraderos requieren mayorías, instituciones sólidas y diálogo social.

Del otro lado, una parte importante de la izquierda, incluida la que se ubica en el eje Frente Amplio–Partido Comunista, parece aún atrapada en una lógica de polarización simbólica, donde el gesto vale más que el resultado, y donde se sigue creyendo que el país se puede refundar desde la superioridad moral o el voluntarismo ideológico. A eso se suman los candidatos de siempre, que deambulan por fuera de los partidos de izquierda, que con discursos fáciles y promesas grandilocuentes apelan al descontento sin hacerse cargo de la complejidad real de gobernar.

Así, mientras una parte de la izquierda se la juega por el camino arduo pero fecundo del reformismo, otra sigue cultivando ilusiones que difícilmente resisten la prueba del poder. No se trata de negar las demandas de cambio, sino de canalizarlas con inteligencia política, con coraje institucional y con vocación de mayoría.

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