El poder siempre ha generado fascinación y temor. Desde lejos, su influencia parece imponente; de cerca, su capacidad para decidir sobre la vida de otros puede ser aterradora. En la esfera donde realmente se ejerce el control, no hay espacio para eufemismos ni gestos de buena voluntad. Lo que importa es quién tiene la fuerza, quién controla la información y, sobre todo, quién sobrevive en una dinámica donde predominan decisiones incómodas y cuestionables, siempre orientadas a preservar su permanencia.
Los poderes políticos extremos han demostrado que pueden llegar a niveles patológicos, donde la violencia y el crimen se convierten en herramientas de control. Cuando el poder se ejerce sin límites, la diferencia entre crimen y política desaparece. Las mismas reglas que operan en las organizaciones criminales se replican en los gobiernos que han decidido que su único propósito es mantenerse en control, sin importar la justicia ni el bienestar colectivo.
América Latina ha vivido de cerca esta realidad, con gobiernos que han utilizado las instituciones para perseguir políticos, proteger aliados y consolidar poder. Es un fenómeno vigente, con líderes que, a través de discursos populistas o promesas de orden, terminan replicando modelos de poder basados en la lealtad y el control absoluto. Las instituciones dejan de ser un resguardo y se convierten en redes de protección mutua.
En la política y en el crimen organizado, las decisiones que afectan a miles se toman en círculos cerrados, sin reglas claras. Si alguien cuestiona, se activan ataques mediáticos, juicios y auditorías para desgastar al adversario. No hace falta eliminar al contrario, basta con que desaparezca por sí solo.
El poder en algunos círculos opera de manera mafiosa. No necesita balas ni amenazas, solo controlar los accesos, los tiempos y decidir quién sube y quién baja. En la mafia, se llama “protección”; en la política, “gobernabilidad”. Este sistema puede disfrazarse de democracia, pero bajo la superficie, las piezas ya están acomodadas.
La diferencia entre un Estado de Derecho y un Estado depredador es clara: el primero administra la justicia y el desarrollo; el segundo, busca solo el poder. Cuando el Estado deja de proteger a todos por igual y actúa como una organización criminal, la democracia se convierte en fachada y la política, en un juego donde el más fuerte siempre gana.
El poder absoluto solo lleva a más poder. Cuando un gobierno deja de responder ante la ley y se convierte en una familia cerrada, el resultado es siempre el mismo: los que están dentro prosperan, los que quedan fuera desaparecen.
El problema es que esto se normaliza. “Así ha sido siempre”, dicen algunos. Y en ese conformismo, la política pierde su esencia y se convierte en un juego de favores donde siempre ganan los mismos.
La diferencia entre un Estado de Derecho y un Estado depredador es clara: el primero administra la justicia y el desarrollo; el segundo, busca solo el poder. Cuando el Estado deja de proteger a todos por igual y actúa como una organización criminal, la democracia se convierte en fachada y la política, en un juego donde el más fuerte siempre gana
La mafia nunca se presenta como un enemigo, sino como una solución. “Nosotros te protegemos”, dicen. Pero la protección tiene un precio: lealtad incondicional. No se puede cuestionar ni disentir. Lo mismo pasa con ciertos gobiernos. “Te damos estabilidad”, afirman. Pero estabilidad significa control, que nada cambiará a menos que beneficie a quienes ya tienen el poder.
Debemos reconocer cuándo un sistema de poder deja de servir a la gente y empieza a servirse a sí mismo. Cuando la política parece más una organización criminal, la democracia se convierte en una ilusión y el ciudadano pasa de ser protagonista a espectador. Lo que se juega es quién tiene el derecho a prosperar y quién debe conformarse con mirar desde afuera.
José Ignacio Camus, Director de Admiral Compliance
y cofundador de AdmiralONE
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