Uno de los principales factores que definen la sustentabilidad de una empresa, en el modelo económico global, es que siga existiendo. No es que aporte a la conservación del medio ambiente. Tampoco que colabore con una mejor sociedad, la calidad de vida de sus trabajadores ni de la sociedad en que se inserta. Es, esencialmente, que pueda seguir operando. En muchos casos, vendiendo.
Una empresa, como actor económico, no es una organización filantrópica, humanitaria ni sin fines de lucro. Así lo dan a entender todos quienes abordan el tema. “La sustentabilidad económica” dicen, en un acto de transparencia, es la prioritaria. Lo demás es un plus, un extra. Un bonus track.
Y no es aquello incorrecto. Es parte de la organización que nos hemos dado, donde la producción y el consumo son el puntal.
Fue el ensayista y economista Víctor Lebow quien, en el artículo “Competencia de Precios 1955” en The Journal of Retailing (la Revista del Minorista), acuñó la frase que debiera conocer todo negocio que se precie: “Nuestra economía enormemente productiva… pide que hagamos del consumo nuestra forma de vida, que convirtamos la compra y uso de los bienes en un ritual, que busquemos nuestra satisfacción espiritual, nuestra satisfacción del ego, en consumo… nosotros necesitamos cosas consumidas, quemadas, reemplazadas y descartadas a paso acelerado«.
Este mantra, tan bien reseñado en el corto animado “The Story of Stuffs” (“La Historia de las Cosas”), es la base de nuestra actual forma de vida. En la generalidad, la raya para la suma, el promedio, más allá de los específicos esfuerzos individuales y colectivos para poner matices. Es la visión que permea, también, la política, las empresas, las escuelas. Los medios de comunicación.
Tanto así que cuando una década antes en la Conferencia de Bretton Woods de 1944 se sientan las bases del Nuevo Orden Económico Mundial ya se siente en el ambiente esta premisa. Terminada la Segunda Guerra Mundial, los países vencedores buscaban fortalecer el sistema económico global, dando los primeros pasos para el actual Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, además de la Organización Mundial de Comercio. Pero también hablaron de otras cosas: se estableció el oro asociado al dólar como patrón para el comercio internacional (que duró hasta 1971) y se impulsó la política de mercados abiertos y una institucionalidad “laissez faire”, que no es otra cosa que la desregulación pública.
Porque, como dijera Adam Smith en la “Riqueza de las Naciones”, la mano invisible del mercado nos guiaría para que en la satisfacción de nuestros intereses particulares aportáramos al general. Es de esta fuente de pensamiento que nace la idea de los negocios sustentables, con todas sus variantes, que no es más que la necesidad de seguir existiendo.
Los que se sustentan en la renovabilidad de los elementos de la naturaleza, pero buscan crecer hasta el infinito. Ahí está la salmonicultura que pretende seguir expandiéndose extensivamente en otras zonas de la Patagonia o intensivamente a través de la sobreproducción.
Una empresa, como actor económico, no es una organización filantrópica, humanitaria ni sin fines de lucro. Así lo dan a entender todos quienes abordan el tema. “La sustentabilidad económica” dicen, en un acto de transparencia, es la prioritaria. Lo demás es un plus, un extra. Un bonus track
Los que se basan en recursos no renovables, y que sólo pueden persistir a medida que engullen más y más territorio. La minería es el ejemplo de laboratorio.
Los que se cuelgan de la obsolescencia programada, evitando que lo que consumimos pueda durar el mayor tiempo posible. Las ampolletas son un clásico de esta historia, con el cartel que en 1924 estableció un límite para la durabilidad de las bombillas. “Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”, dijeron pocos años después en la revista Printer ‘s Ink. O que debamos reemplazar (y comprar) el aparato completo cuando un componente falla, en circunstancias que podríamos sólo cambiar un pequeño adminículo.
Hermana de esta tendencia es la publicidad. Cada día aparecen nuevas formas de vender, como ocurre con las pastas de dientes. “Triple Acción”, “Luminous Light”, “White Light”, “Max White”, “Total Prevención Activa” son sólo algunas de las versiones a las cuales nos tienen acostumbrados. Uno tras otro. Cada uno -nos dicen- mejor que el otro.
El IPad de Apple es otro ejemplo. Aquel aparato con el que Apple arrasó en 2010. Ese año, con su primera versión, nació la primera tablet con múltiples funciones. Pero carecía de una fundamental: cámara web. Ésta se incluyó en la versión de marzo de 2011. No es creíble que Steve Jobs no haya previsto -ni contado con la tecnología- para ya en 2010 incorporar una webcam. Pero algo que habría evitado múltiples desechos, no aportaba a la sustentabilidad de la empresa. Era más conveniente intencionar su reemplazo por el del año siguiente, y el del siguiente, y el del siguiente.
El cine también ha hecho lo propio. En la memoria tengo las películas de Hollywood en que muestran la sociedad estadounidense de los años 50 con sus vehículos y electrodomésticos exudando brillo y modernidad, en contraste con sus opacos y desfasados homólogos soviéticos. La diferencia es que los primeros estaban hechos para ser reemplazados y desechados a los pocos años, los segundos para resistir el mayor tiempo posible. Y pasar de moda.
Esta discusión sería baladí si no incidiera drásticamente en la principal y realmente sustentable forma de transformación que existe en el planeta. La naturaleza. Que es la debemos emular, sin ser mártires ni morir en el intento, claro está. Pero sí partiendo por reflexionar en cómo tanto esas empresas sin límites ni cortapisas de producción como nuestro propio anhelo de consumo ilimitado (cuya hipertrofia es el consumismo) forman parte de un modelo que no es sustentable ni está hecho para durar.
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