Estudiando sociología en el campus Oriente de la UC —poco después del golpe chileno de terminando el “siglo XX”—, por ahí por el quinto semestre, sufriendo ya el doble trauma de una ocasión histórica nacional reciente donde para muchos todo se había frustrado, y donde, para otros muchos, todo se había rescatado (y en esta disyuntiva, con ciertas preferencias personales que nunca pudieron alcanzar la flema ideológica), y el trauma de una teoría sociológica que, para mí, “hacía aguas” por varios flancos, mientras insistía intentando integrarme a un “seminario privado” que dirigía Pedro Morandé con el asunto: “el estructuralismo” (es decir, C. Lévi-Strauss), recuerdo haber tenido la intuición de asistir a unos cursos del Instituto de Historia.
Buena intuición (como siempre), pero aportándome nuevas angustias-de-la-existencia. Harto puedo decir de los cursos de historia en la Universidad a los que asistí, así que ahora me limitaré a una experiencia.
Durante una clase una mañana, surgió esta lucidez: los historiadores saben más que los sociólogos de lo-que-pasa. Pero entonces, creo, por la tarde que me enfrascaba en otro capítulo de Antropología estructural de Lévi-Strauss y, comprendiendo apenas, debía repetirme: pero los teóricos saben más.
Y es que, en clases de historia, las dudas y generalidades abusivo-confusas de lo social-sociológico, recibían respuestas simples (relajantes en lo existencial), y, ante todo, creíbles. Aunque después, la teoría me mostraba con meridiana (de la misma) lucidez, que esas respuestas debían tomarse como bastante relativas…
¿Quiénes sabían más, los historiadores que aportaban “hechos” que resolvían tomos enteros de teoría sociológico-generalista, o los teóricos (los excepcionales) que señalaban, en media página a veces, los límites “evidentes” en la constitución de cualquier «hecho-histórico”?
“¿Qué fue el golpe?” “¿Cuáles fueron las causas del golpe?”: las ecuaciones iban en mí tendiendo a suprimir, no esta o esa respuesta, sino a consultar experiencias primarias como:
(1) ¿cómo es eso de preguntar?
(2) ¿hay causalidad en lo humano?
(3) ¿cómo es eso de la palabra “es”, que hace que el golpe “haya sido”, que deba “ser” algo, en el sentido de algo que debemos esforzadamente definir, delimitar, caracterizar, como “esto y no otras cosas”?
El apartado anterior para llegar al “hoy-mayo-2025”, mirando una entrevista reciente (en YouTube) al historiador chileno Alfredo Jocelyn-Holt (ya calvo y canoso), y su nuevo-último libro de ensayos y conferencias de 30 años.
Sí, el historiador sabe cosas. Como que, en la disputa epocal entre determinismo (causalidad) y azar del suceso (ironía, sorpresa), en las experiencias de la “historia humana”, parece que vale más lo segundo que lo primero. Aunque este historiador admite una maravilla a veces vuelta “evidente”: que la poesía llega a saber más que todos. Como cuando recuerda el poema épico La Araucana, escrito por Alonso de Ercilla en plena guerra de conquista europea sobre el pueblo mapuche. Y el poeta “ve” un sorprendente paralelo entre las virtudes guerreras españolas (cultivadas en Flandes, a miles de distancias de todos los tipos), y las virtudes mapuche (que nada sabían ni de historia, ni de escritura fonética, ni de caballos, ni de…). Sorprendentemente, algo superior hermanaba a estos enemigos mortales.
Y bueno. Por eso lo de la experiencia de “habitar el entre/medio” de Hölderlin-Heidegger: «Entre el cielo y la tierra habita el hombre»… Prosigamos:
¿Quiénes sabían más, los historiadores que aportaban ‘hechos’ que resolvían tomos enteros de teoría sociológico-generalista, o los teóricos (los excepcionales) que señalaban, en media página, los límites ‘evidentes’ en la constitución de cualquier hecho histórico?
Entrado el “siglo XXI”, ya nada parecen ocuparme, como prioridad, estos asuntos de “hechos y teorías”, de “causalidad y azar”, de “sociología e historia” (y, en este esquema, de “ambos y filosofía”).
Me encuentro cada día “saludando-sol”. Es decir, todo eso humano, que a algun@s les resulta tanto como: “todo lo humano me concierne” (no como logro de saberlo todo, sino de impulso y motivo), y “nada de lo humano me es ajeno”, me resulta breve.
Hay mañanas —como en ese film Todas las mañanas del mundo—, en que solamente pertenezco a alguien-algo como instalado en la estrella y meditando los alrededores. Como otro Principito, tal vez.
¡Qué interesante escuchar a Alfredo esta mañana! Y, al final, para reconducirme al nicho tibio [ii] donde el sol me encuentra…
[i] Mentira. O ilusiones justificadas (no justificatorias): eso ocurrió años post esta escena en el campus Oriente-sociológico. Ella, en efecto, culmina en alguna clase de la filosofía de M. Heidegger, cuando parece que comencé a comprender que “Entre la tierra y el cielo habita el hombre”, y que la traducción de Breno Onetto a ese texto oscuro del mismo Heidegger, los “Beitrage zur phylosophie”, era muy buena. Al punto que m’ocurría descubrir ciertas correspondencias “secretas” entre las angustias del Gran post “Ser y tiempo”, y este pequeño chileno del fin austral del mundo (justo en 1998-99: fines de la “época-siglo XX”).
[ii] Recordando los “Sonetos de la muerte” de nuestra Gabriela Mistral. Pero revisitados.
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