Con la fallecimiento de Ozzy Osbourne a los 76 años este 22 de julio, el mundo pierde no solo a uno de los artistas más excéntricos del rock, sino al alma de una revolución musical que cambió para siempre la historia del heavy metal. Su figura, entre lo demencial y lo visionario, marcó un antes y un después tanto como vocalista de Black Sabbath como en su prolífica carrera como solista.
Nacido como John Michael Osbourne en Birmingham, Inglaterra, Ozzy emergió en una ciudad industrial que respiraba hierro y hollín, y quizás por eso supo darle al rock ese tono oscuro, opresivo y al mismo tiempo catártico que definiría el metal. Con Black Sabbath, fundó prácticamente las bases del género. Su primer álbum homónimo (1970) introdujo sonidos pesados, riffs ominosos y una lírica que hablaba de lo oculto, lo prohibido, lo existencial. Pero fue Paranoid (1970) el que se volvió leyenda. Temas como “War Pigs”, “Iron Man” y la misma “Paranoid” condensaron toda la rabia de una generación desencantada, y lo hicieron con un estilo que combinaba crudeza, teatralidad y una intuición melódica inconfundible.
La voz de Ozzy no era técnica, pero era única. Desesperada, estridente, fantasmal. Como si fuera el mensajero de una era oscura que apenas comenzaba. Su figura en el escenario, errática pero magnética, lo volvió ícono: el «Príncipe de las Tinieblas», una criatura surgida del caos de los 70 para llevar la oscuridad al corazón del rock.
Su salida de Black Sabbath en 1979 pudo haber significado su declive, pero fue todo lo contrario. Junto al guitarrista Randy Rhoads, lanzó Blizzard of Ozz (1980), un debut solista que redefinió el género: canciones como “Crazy Train” y “Mr. Crowley” mezclaban virtuosismo, melodía y locura con una frescura que, cuatro décadas después, sigue vigente. A ese disco le siguieron obras imprescindibles como Diary of a Madman, No More Tears, Bark at the Moon, que consolidaron su reinado como solista. Ozzy no solo sobrevivió fuera de Sabbath, se convirtió en una marca propia.
Más allá de sus conocidas excentricidades —desde morder un murciélago hasta protagonizar reality shows— Ozzy Osbourne supo mantenerse fiel a una esencia que hoy, en tiempos de música desechable y efímera, se siente más valiosa que nunca: la de un artista que creía en lo que cantaba, que convertía su locura en arte y que hacía del metal un acto casi espiritual.
Ozzy Osbourne no fue solo un músico. Fue un fenómeno. Un mito. Una revolución hecha carne y hueso. Y aunque el cuerpo se apague, la oscuridad que él encendió seguirá brillando
Ozzy marcó una tendencia no por seguir modas, sino por romperlas. Por abrir el camino a generaciones de músicos que entendieron que el metal no era solo ruido, sino una forma de canalizar el dolor, la rabia, el desencanto y también la belleza desde el borde mismo del abismo.
Hoy, mientras el mundo lo despide, sabemos que su legado no muere. Vive en cada riff pesado, en cada voz desgarrada que busca un poco de verdad en medio del caos. Ozzy Osbourne no fue solo un músico. Fue un fenómeno. Un mito. Una revolución hecha carne y hueso. Y aunque el cuerpo se apague, la oscuridad que él encendió seguirá brillando.
¡Larga vida al Príncipe de las Tinieblas!
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