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Contra la adoración de las masas: pensar en tiempos de involución

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Hay épocas en que escribir se vuelve un gesto inútil. Palabras que se lanzan al vacío, ideas que no despiertan reacción, argumentos que son leídos como si fueran ataques personales. En tiempos así, uno se pregunta con honestidad si tiene sentido seguir escribiendo. Y más aún, si tiene sentido escribir para las masas.

Pero ¿quiénes son “las masas”? No hablamos aquí del pueblo sabio, ni del campesino que conoce la tierra, ni del obrero que domina su oficio con maestría. No se trata de quienes han sido históricamente marginados y que, sin embargo, han mantenido viva la dignidad del trabajo y el conocimiento práctico. Las masas a las que nos referimos son aquellas que han renunciado a la crítica, al pensamiento, a la duda. Son quienes no solo desprecian la cultura, sino que la consideran una amenaza; quienes se burlan de quien habla con propiedad, de quien lee, de quien duda; quienes reducen todo lo profundo a “aburrido”, “raro” o “elitista”.

Este fenómeno no es nuevo. Ortega y Gasset lo advirtió hace casi un siglo en La rebelión de las masas, cuando alertó sobre el riesgo de que el individuo medio, sin formación ni esfuerzo, se sintiera con derecho a imponer su criterio sobre todo, simplemente por ser mayoría. En su tiempo, esa afirmación fue vista como provocadora. Hoy es una realidad cotidiana. El desprecio a la cultura se ha convertido en una forma de identidad. Ser culto es sospechoso. Ser ignorante, una muestra de autenticidad.

En este contexto, la ignorancia ya no es solo una carencia: es un estilo de vida, una posición política, una estética. Y lo más preocupante es que se ha vuelto viral.

Las redes sociales, más que un espacio de comunicación, son hoy los grandes templos de la masificación del pensamiento débil. No generan ignorancia, pero sí la amplifican. El algoritmo no premia las ideas, sino los impulsos. Lo viral no es lo valioso, sino lo escandaloso. En ese entorno, el conocimiento queda sepultado bajo toneladas de contenido banal, emocionalmente manipulador y construido para entretener, no para informar.

Hay frases que marcan el tono de nuestra época. Una de ellas fue dicha por Mark Zuckerberg, cuando señaló que la universidad estaba “sobrevalorada” y que cualquiera podía triunfar sin estudiar. Aunque en el fondo pueda haber una crítica válida al modelo universitario tradicional, lo que se consolidó con esa frase fue una idea peligrosa: que el conocimiento no es necesario, que lo importante es “saber venderse”, que la inteligencia es prescindible si se tiene carisma o un buen algoritmo de marketing.

Esta mentalidad se ha filtrado en todos los rincones de la vida contemporánea. En la política, donde los discursos se construyen en función de likes y no de principios. En el periodismo, que muchas veces se rinde ante la simplificación y la complacencia. En la educación, donde se privilegia la motivación por sobre el contenido. Y en el arte, que a menudo debe justificarse como “útil” para ser aceptado.

En medio de este panorama, el pensamiento profundo incomoda. Porque cuestiona. Porque exige. Porque obliga a detenerse. No es casual que tantas personas repitan con orgullo que no leen. No es casual que se ridiculice a quien hace una cita literaria, a quien utiliza un lenguaje más elaborado o a quien propone una visión crítica de la realidad.

En un mundo donde cada vez cuesta más sostener un pensamiento, el simple acto de escribir con profundidad es ya una forma de rebelión

No se critica aquí el deporte ni el derecho a entretenerse. Lo que se critica es la manera en que todo está diseñado para no dejar espacio al pensamiento. Para mantener al ciudadano en una constante distracción. Para que no se cuestione nada. Para que se aplauda todo.

En este contexto, escribir se convierte en un acto de resistencia. No por arrogancia ni por soberbia intelectual. Sino porque hay que dejar testimonio. Porque aunque no sea viral, aunque no se comparta en masa, aunque no se aplauda públicamente, sigue habiendo valor en escribir para quien piensa. Aunque sea uno. Aunque sea en silencio.

La cultura no es un lujo. Es una herramienta de liberación. Es lo que permite construir pensamiento crítico, imaginar futuros, recordar lo que otros quieren borrar. Por eso molesta. Por eso incomoda. Por eso muchas veces se margina, se censura o se ridiculiza.

No escribimos para las masas. Pero tampoco escribimos contra ellas. Escribimos desde un lugar incómodo, sí. Desde una trinchera cultural, desde un rincón donde todavía se cree que las palabras pueden abrir puertas, no solo vender productos.

Y no hay contradicción en eso. Porque mientras todo tiende al grito, la escritura sigue siendo un espacio de pausa. Un lugar donde se puede pensar sin la presión del algoritmo. Donde se puede dudar. Donde no todo está dictado por la inmediatez.

En un mundo donde cada vez cuesta más sostener un pensamiento, el simple acto de escribir con profundidad, con cuidado, con intención, es ya una forma de rebelión. No porque seamos mejores. Sino porque todavía creemos que el pensamiento importa.

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3 Comentarios

Lksjrglk

Chatarra seudo intelectualoide…

Alex

Lksjrglk: Digalo sin llorar, troll ignorante

viveroscollyer

viveroscollyer

Como dijo Ud. unos meses ya, piense por espontaneidad
creadora (no con sufridas ideas de negativismo que sobra,
por favor). Ud lo dijo así…
«» No nace del cálculo exacto,
ni de un frío y lógico pacto.
Surge del alma que se conmueve,
del gesto simple que nada debe. «»
¿Sí?….