En una columna recientemente publicada por El Mostrador el periodista y ensayista Hernán Dinamarca hace un certero análisis de la deriva del político francés Daniel Cohn-Bendit con motivo de las diversas causas que ha emprendido a lo largo de su existencia. Para explicarlo utilizó una colorida alegoría.
Para quienes no lo conozcan, el hoy eurodiputado por el Partido Verde de 65 años fue uno de los más prominentes líderes de la revolución universitaria de Mayo del 68 que, en protesta por la primacía de los valores de la sociedad de consumo prevalente en Francia, casi desestabilizan, junto a movimientos y partidos de izquierda y de los trabajadores, al gobierno de Charles de Gaulle. La oleada de transformación tenía precedente en Chile, con el simbólico lienzo instalado en agosto del año anterior en el frontis de la casa central de la Universidad Católica advirtiendo a todos los chilenos que “El Mercurio miente”. No es necesario ahondar aquí en tales recuerdos, todos ya sabemos en lo que terminó nuestra versión de la historia.
Daniel Cohn-Bendit fue conocido en la época de las revueltas estudiantiles galas como “Dany le rouge” o “Daniel el rojo”. En esa época su lucha era la del púrpura de la equidad social, en rebeldía a la inhumana relación entre los hombres, como externalidad concreta de una sociedad basada fundamentalmente en el interés por el capital.
Fue en los años 70 cuando este dirigente se orienta hacia el verde, el de la justicia ambiental. Incorpora así una nueva variable al análisis antropocéntrico anterior, entendiendo que en la evaluación del actuar humano no es posible obviar el impacto que generamos en el mundo natural, tanto por ser vital para nuestra subsistencia en buen vivir como por una necesaria ética de cuidado básico hacia las otras especies.
Y un tercer color al cual Cohn-Bendit ha adherido por siempre es el lila. El de la multiculturalidad, el del respeto por la diversidad de todo tipo. Quizás ésta sea la tonalidad más difícil de sobrellevar, por la necesidad que muchas veces siente el individuo de rebelarse contra el que mediante el uso del poder y el control (político, económico, institucional) quiere imponer su particular mirada del mundo. ¿Cómo toleramos la imposición?, ¿cómo toleramos la intolerancia? son preguntas aún no resueltas.
En una visión integral, cada uno de estos “cromáticos paquetes valóricos” no está sobre los otros sino son complementarios y se interrelacionan. O por lo menos debieran serlo.
En Chile estamos aún en deuda. Es el debe de muchos movimientos y partidos de la izquierda clásica, con honrosas excepciones. En su discurso y práctica prima el rojo escarlata de la justicia social (necesario, pero no exclusivo) pero campea por su ausencia el verde de lo ambiental y el lila de la multiculturalidad, idearios que califica como aspiraciones de segunda generación, buenas para una elite, pero impropias ante las urgencias materiales que aún subsisten en el país.
Qué distinto a lo que ocurre en algunos de nuestros pueblos vecinos y hermanos, donde quizás gracias a que no exterminaron a los habitantes originales o no los “incorporaron” a la visión “moderna” de los colonizadores europeos, mantienen un arraigo por lo rural, por lo natural, y aún entienden el sinsentido de luchar contra la pobreza sin avanzar en el conocimiento y cuidado de la naturaleza, sin propender hacia el aprendizaje y el respeto por el otro. Porque pobrezas hay muchas, no sólo la material que nos venden en el día a día y que aunque urgente, por cierto, no es la única contra la que se debe luchar.
La paleta vital, como definiera Hernán Dinamarca la deriva personal de Daniel Cohn-Bendit, es una búsqueda. Una constante e incesante pesquisa. En su caso partió hace más de 40 años y seguramente sigue en tal derrotero. Variando en la forma pero no en el fondo, que es un mundo mejor en el cual podamos vivir bien todos quienes habitamos este hermoso y azul planeta que llamamos Tierra.
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Foto: Phillippe Rouget / Licencia CC
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