Se dice que una de las características que nos diferencian entre las demás especies consiste en la capacidad para tranformar el entorno. Para Regnasco en esto consiste, en primera instancia, la noción de trabajo: en la satisfacción de una necesidad a través de una mediación entre el ser humano y la naturaleza que originalmente no existía. En otras palabras, significa que el individuo es capaz de producir sus propias herramientas para modificar el mundo a su antojo. Al generar un conocimiento aplicado sobre dicha mediación aparecerá lo que conocemos como técnica. De allí que con la aparición del trabajo también se atribuyen al desarrollo de la cultura y en definitiva, de la civilización humana.
Pero, ¿el trabajo siempre ha significado lo mismo para todas las sociedades? Si indagamos en las bases de nuestra cultura judeocristiana y grecorromana, encontraremos algunas consideraciones sumamente interesantes. Primero, en el Antiguo Testamento encontramos una concepción del trabajo como castigo: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra” dice el Génesis. De esta manera, trabajar es una consecuencia de una condición caída del ser humano al desobedecer a Dios y ser expulsado del paraíso, donde solamente debía coger el alimento de los árboles y demás arbustos. Por su parte, en la antigua Grecia, el trabajo constituía una actividad en la cual la producción constituía una replica de un objeto que ya preexistía en el mundo platónico de las ideas, por ende no hay un sentido de transformación real del exterior, ni tampoco un sentido moderno de la autoría.La eficacia de este nuevo paradigma que privilegia la horizontalidad, la creatividad, la intuición y la innovación se encuentra precisamente en hacernos creer que somos más autónomos, más libres. Allí donde el poder nunca es tema significa precisamente que opera con eficiencia.
Pero el gran giro moderno sobre el sentido del trabajo vendrá con la Reforma Protestante y su consecuente revalorización. A partir del siglo XVI, el trabajo será entendido como una vocación, un llamado de Dios, una misión consagrada. Por eso los protestantes puritanos encontrarán en el trabajo abnegado y metódico la forma de acercarse a Dios y mostrar su calidad de Salvación. Según algunos autores como Max Weber, será esta ética la que impulsará al desarrollo del capitalismo como sistema basado en la búsqueda del enriquecimiento personal de forma legítima y sistemática. Posteriormente, sabemos que capitalismo se apartará de su fundamento religioso y seguirá funcionando con una lógica propia, donde el dinero y la prosperidad material tendrán un valor por sí mismo.
Es así como, ya en plena sociedad industrial, el trabajo será una forma de humanizar el mundo a través de la exteriorización de la propia conciencia del ser humano. Lo que en otras palabras quiere decir, que es capaz de autoproducir su existencia en la medida que produce objetos por medio de su trabajo. Sin embargo, producto de las lógicas de producción capitalista, se generará un fenómeno que terminará objetivándolo, es decir, será transformado en un elemento más del engranaje productivo, un objeto, una mercancía, una unidad intercambiable y reemplazable. La producción del obrero en las fábricas del siglo XIX, será concebida como un conjunto de objetos ajenos a sus productores, una actividad extraña y hostil. Esto sumado a la mecanización de la producción, convertirá al trabajo en una actividad monótona y sin sentido. Lejano a cualquier sentimiento de satisfacción por quien lo realiza. Atrapado en una jaula de hierro, alienado dirá Marx.
A esto hay que considerar un aspecto matricial: los sistemas de organización del trabajo como el taylorismo y el fordismo constituirán la máxima expresión de la racionalización y la calculabilidad. El primero, suprimiendo al extremo los espacios y tiempos de autonomía de los obreros. En tanto que el segundo, caracterizado por la especialización técnica en cada individuo. En ambos sistemas, se aprecia una concepción cosificada del trabajador, una relación verticalista con la autoridad y la estructura organizacional. Esto cambiará gradualmente con el advenimiento del toyotismo y la influencia de modelos de gestión que basan su lógica en la competencia y el control recíproco entre los “colaboradores”.
La eficacia de este nuevo paradigma que privilegia la horizontalidad, la creatividad, la intuición y la innovación se encuentra precisamente en hacernos creer que somos más autónomos, más libres. Allí donde el poder nunca es tema significa precisamente que opera con eficiencia. Una jaula de goma por su flexibilidad o más bien dorada por su capacidad de seducción. La desintegración de la solidaridad entre trabajadores sumado a una presión interiorizada y no ya desde las altas jerarquías son algunos de las características de esta nueva forma de concebir el trabajo.
Siguiendo estos mismos principios, para un autor como Byung Chul-Han, las personas se autoexplotan y creen que están realizándose. En este sentido, es necesario entender que el ideal de esta sociedad se sustenta en el éxito personal, la autenticidad (bajo la máxima “sé tú mismo”) y el desarrollo de las potencialidades humanas llevadas al extremo. Esto ha acentuado una serie de trastornos de orden psicológicos como la depresión y el sindrome por desagste ocupacional que se manifiestan en un colapso de los trabajadores impulsados por sus propios estándares de realización personal. En este escenario, no hay límites de rendimiento, no hay horarios de trabajo, no hay diferenciación entre el espacio laboral y el espacio doméstico, no hay límite de edad para trabajar.
Comentarios
27 de mayo
Quizá para romper con el continuum de la sociedad del cansancio que diagnostica Byung Chul-Han, será necesario recuperar la capacidad de contemplación: la «virtud del aburrimiento» al estilo de Benjamin como la cumbre del sosiego espiritual.
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