Cada vez es más frecuente que Wikileaks esté en la agenda noticiosa. Ahora, la filtración de 250.000 mensajes de la diplomacia de Estados Unidos con distintos niveles de seguridad, publicada de manera parcial simultáneamente por cinco grandes periódicos del mundo, ha generado un debate con múltiples aristas.
Todo está bajo el escrutinio público.
Desde el poder de los ciudadanos conectados a Internet y su aumentada capacidad de fiscalización de las autoridades y corporaciones, hasta reflexiones que intentan descifrar los intereses de quienes administran Wikileaks.
No faltan quienes analizan el doble discurso de Washington, acusando al sitio de terrorismo y cuyas publicaciones costarán la vida a personas inocentes por revelar información militar clasificada, al mismo tiempo que en otras latitudes defiende el libre acceso a Internet como un genuino espacio democrático.
Otros hablan ya del acuerdo que entre la prensa y el gobierno norteamericano se estaría produciendo, para mantener la confidencialidad de parte de la información, cuestionando que el cuarto poder –originalmente llamado a fiscalizar a los otros tres- suele "editar la realidad".
Pero en este ejercicio echo de menos una reflexión simple y que pudiera hacer brotar la reciente
decisión de Wikileaks de mover parte de su contenido al servicio en la nube de Amazon para evitar ciertos ataques que está sufriendo. Wikileaks (que en su nombre juega confusamente con la idea de que cualquiera puede publicar anónimamente “filtraciones”, como si fuera contenido de la Wikipedia) es un sitio privado que usa servicios privados para almacenar su información y la inmensa mayoría de nosotros para acceder a su contenido usamos enlaces de Internet que prestan compañías privadas.
Nuestro teóricamente mayor poder ciudadano depende por completo de un conjunto de empresas y corporaciones que no tienen entre sus objetivos fortalecer a la ciudadanía ni promover la transparencia de los estados. Quizás incluso podríamos apuntar en sentido contrario y decir que ambos temas podrían ser perjudiciales para sus intereses empresariales.
La metáfora de Internet como una plaza pública, o más aún, como el ágora del siglo XXI, pariente directo del espacio en que se desarrolló la democracia ateniense, es una imagen que políticos, politólogos y cientistas políticos de irrefrenable optimismo suelen usar, pero requiere ser matizada.
Internet es, más bien, un conjunto de parques privados cuyo acceso parcial liberan sus dueños bajo ciertas condiciones. Parte de esta confusión se “construye” sobre la base de que muchos servicios ofrecidos en Internet por privados son gratuitos, lo que lleva a entenderlos como si fueran servicios públicos. Pero no lo son.
¿Debe o puede Internet ser un espacio público? ¿Qué significa que Internet sea un espacio público? ¿Qué la propiedad sea de los Estados, estructuras que supuestamente representan a los ciudadanos pero cuyo funcionamiento autónomo hace que frecuentemente operen en contra de ellos? ¿Es técnicamente posible eso? Son preguntas que el debate sobre Wikileaks soslaya.
Algunas respuestas posibles apuntan hacia la generación de un cuerpo legal que, entre otras cosas, se haga cargo del nuevo espacio informacional que representa la red, que aseguren derechos básicos como el libre acceso y que se pueda ejercer en ella la libertad de expresión e información.
En Chile, tras varios años de tramitación parlamentaria, recientemente nos convertimos en el primer país del mundo en contar con una ley de neutralidad en la Red, que busca normar que tipo de limitaciones puede un proveedor de acceso a Internet imponer en el acceso a programas, aplicaciones y contenidos. Se supone que nuestra ley impediría lo que suele ocurrir: que la empresa que controla la señal de Internet intervenga lo que por esa señal se transmite o se acceda. Pero
es una ley que también tiene sus zonas grises, dejando al arbitrio del proveedor una serie de decisiones que pueden finalmente impactar en la calidad del servicio al que accede el consumidor (y del ciudadano que está detrás de su billetera). ¿Sería posible que Wikileaks operara desde servidores alojados en Chile? No lo sé.
Soy optimista y creo que Internet nos entrega mayor capacidad de control a los ciudadanos, pero no debemos dejar de hacernos las preguntas sobre esta nueva dimensión de la ciudadanía que está emergiendo, una cuyo ejercicio depende hasta ahora de la “buena voluntad” de un conjunto de empresas. Buena voluntad que claramente no se traduce de la misma manera para un habitante de Nueva York o para un habitante de Beijing. La misma empresa le responde a ambos de manera distinta cuando el servicio solicitado es idéntico.
Wikileaks no habla sólo de ciudadanía conectada y una voz que tiene más medios para hacerse escuchar. Habla también de la realpolitik del siglo XXI, ese aggiornamiento del concepto de Bismarck que tiene a corporaciones privadas transnacionales y estados negociando como se repartirán el poder de la Red y en la Red.
Comentarios
01 de diciembre
Interesante punto de vista, que se debería desarrollar porque en el fondo refleja una vieja conexión entre las grandes corporaciones y el Estado.
En ese sentido, creo que el poder ciudadano siempre ha dependido de tener espacios privados para enfrentarse al poder estatal corporativo.
Lo público no es sinónimo de estatal en ese sentido.
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01 de diciembre
Ciertamente, Jorge. Ese es el punto de mi reflexión: ¿cuán sustentable es la movilización ciudadana cuando depende de espacios que, ya sea controlados por el Estado o por empresas privadas, suslógicas de funcionamiento no pasan por entregar poder a las personas? En el mundo off line, yo puedo ir a la plaza pública y mientras no infrinja ninguna ley puedo, teóricamente, manifestarme contra o favor de lo que quiera. En el mundo on line, aún hay vacíos que hacen que la delimitación entre lo que puedo y no puedo hacer quede en manos de terceros sin mayor autoridad que el poder de facto que detentan.
En este sentido, que Julian Assange tenga que moverse por el mundo casi como un fugitivo, sin haber sido condenado (entiendo) por ningún crimen, es revelador.
01 de diciembre
Enzo, creo que tu distinción entre un mundo on line y off line no es correcta, y de hecho tu ejemplo de la Plaza Pública denota ese error.
Si me manifiesto en la plaza, no necesariamente ejerzo poder sino expresión, que de hecho puede ser acallada. Lo mismo ocurre con el mundo online.
De hecho, el que Assange tenga que moverse devela que el mundo off line es menos libre que el online.
¿Cuánto habría alcanzado a leer o repartir si sé hubiera parado en una plaza con sus archivos?
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01 de diciembre
Jorge, yo no he dicho que pararme en una plaza pública a expresar puntos de vista sea ejercer poder. Usé el término «manifestarme». Pero tengo claro, por cierto, que la arbitrariedad en la aplicación de normas legales puede, incluso en sociedades democráticas, impedirme ejercer ese derecho de expresión. Basta ver lo que ocurre en la Plaza de la Constitución en Santiago cuando alguien sin generar alboroto alguno, saca un lienzo frente al Palacio de la Moneda.
Por otro lado, creo firmemente que sí existe una distinción entre el mundo on line y el off line, y que las legislaciones que aplican en el segundo no son, en muchos casos, aplicables al primero. Y sin embargo se hace, o hay una obstinado intento de hacerlo. ¿Cómo aplicar legislaciones propias del Estado-nación a un realidad donde desaparecen las fronteras? Precisamente, que Assange tenga que moverse así, puede interpretarse como una reacción del mundo analógico contra un activista que basa su poder de subversión en lo digital.