La política virtual podría transformarse en una destreza y un servicio especializado, capitalizado por grupos que ofrecen sus plataformas a ciudadanos comunes, pidiendo de ellos apenas un click para realizar una suerte de participación política.
Un año después del año de las protestas a lo largo del mundo – incluyendo por cierto a Chile – en las que jóvenes y otros ciudadanos con diversos signos de indignación ocuparon los espacios públicos físicos y aquellos que ofrece la Internet, vale la pena hacerse la pregunta por las posibilidades efectivas de los espacios públicos virtuales de hacer honor a ese nombre. Es decir, su naturaleza como constructores de autoridad y legitimidad políticas democráticas.
Uno de los legados más sólidos que ha dejado la experiencia reciente no han sido los avances incontenibles de la política de Internet y el poder de la comunicación – como lo acredita la situación postrevolución en el Norte de África y el compás de espera e incertidumbre en nuestro país -, sino el develamiento de ciertos mitos que etiquetaban la política a través de la red.
Sabemos ahora, en primer lugar, que no existe espontaneidad en el uso político de las redes y medios sociales, sino que hay una intensa y delicada relación entre el uso de dichas plataformas y el ecosistema de medios tradicionales con que interactúan. La virtud y la debilidad de los medios sociales consiste en el contexto de medios con que se relacionan, el cual puede dilatar o desgastar la protesta y el discurso virtuales. En el caso del Norte de África, los medios tradicionales construyeron un puente entre algunos jóvenes digitalizados y los otros grupos y generaciones de televidentes, amplificando así el alcance de las comunicaciones digitales; o bien, en el caso de Chile, en que la dependencia de periodistas diletantes respecto de las redes sociales abrió paso a la imposibilidad de invisibilización de la protesta, para terminar en que el mediatizado destino trágico de un animador farandulero comenzó a apagar el brillo de la protesta que incluso él mismo apoyaba.
Así también, sabemos que la política virtual carece de su pretendida espontaneidad por la relación de los actores políticos del entorno real con los mundos virtuales. La complementaridad de la ocupación de las calle y la ocupación de las redes, desde Madrid hasta New York, evidenciaron que se puede traducir conflicto social en política virtual cuando existen actores que pueden considerarse un movimiento social existente más allá de las redes. De esa manera, los canales de organización y coordinación virtuales no reemplazan sino que se entrelazan con la comunicación política no virtual. En definitiva, la influencia de la política virtual depende de aquella interrelación, so pena, en caso de carecer de correlato real, de quedar confinada al débil espesor de redes independientes de todo, incluso de la realidad.
En segundo lugar, ahora sabemos también – a despecho de los pesimistas – que las redes no son estériles para la política, sino que pueden alcanzar algún tipo de influencia. Sin embargo, esa influencia no florece automáticamente ni ocurre inevitablemente por capas o etapas, sino que se articula gracias a instancias mediadoras que permiten convertir problemas sociales en comunicaciones virtuales.
Hemos descubierto que la red crea confianza, movimiento y una suerte de poder – capital social dirán algunos -, pero sobre la base de mediaciones de diversa índole. Por un lado, está la mediación del dominio de la tecnología, que hace que algunos, diestros en ese dominio, pueden convertir voluntades en plataforma y plataformas en comunicación política. Así es como los expertos informáticos y de las artes audiovisuales se hacen imprescindibles en las revoluciones de las redes sociales y los blogs. Por otro lado, el acceso que los públicos tienen a las tecnologías, marca las posibilidades de su influencia en la experiencia política on line, tanto en términos absolutos, es decir, separando a los que tienen acceso de los que no tienen, como en términos relativos, segmentando a aquellos que tienen un control directo de los medios tecnológicos respecto de aquellos que sólo hacen un uso tangencial de ellos. Estas divergencias de dominio y de acceso delatan que, inclusive en las generaciones más jóvenes, el nativismo digital homogéneo no pasa de ser una leyenda.
Por último, existen nuevas mediaciones menos obvias, que son las de quienes se han vuelto unos verdaderos profesionales del activismo y las campañas digitales. Se ve por doquier el surgimiento de iniciativas permanentes de activismo que aspiran a ocupar el ciberespacio con sus plataformas tal y como los activistas y políticos profesionales ocupan los parlamentos y los ministerios. Esto quiere decir que activistas polivalentes, sin identidades o movimientos sociales determinados atrás de ellos, empiezan a mediatizar la política virtual. Se trata de grupos que se conocen entre sí y suelen poseer tanto el acceso como el dominio tecnológico necesario, así como la experticia de cómo aplicar dichos medios en la construcción de plataformas y contenidos en comunicaciones políticas virtuales exitosas. Lejos de ser un fenómeno específicamente digital, tales intermediarios surgen siempre de las élites del mundo real, y buscan proyectar sobre el mundo virtual sus hegemonías. Ese es el verdadero soporte real de los nuevos intermediarios.
La política virtual, por esa vía, podría transformarse en una destreza y un servicio especializado que pueden ser entrenados y capitalizados por grupos determinados que ofrecen sus plataformas o su representación a ciudadanos comunes, pidiendo de ellos apenas un click para realizar una suerte de participación política. Conjuntos de personas – los llamados technorati o super netizens – que combinan destrezas técnicas, acceso full time de alta calidad y experticia político-virtual, además de sus vínculos con diversas élites sociales y políticas, surgen como una nueva élite amenazante a la vez que glamorosa del mundo digital.
La evidencia del auge de esos grupos abre muchas preguntas sobre la capacidad de la política de Internet, ya no de ser espontánea – que nunca lo fue -, sino de ser genuinamente horizontal, descentralizada y empoderadora del ciudadano común, en la medida que aquellos grupos pueden transformarse en constructores de espacios públicos organizados en beneficio de intereses de poder propios y no del interés común.
Esas nuevas preguntas no deben en ningún caso volver a alentar los escepticismos sobre el uso político de Internet, sino más bien servir de punto de partida a investigaciones que evalúen su injerencia, así como la capacidad real de acción on line de los movimientos e iniciativas de activismo digital que esperan encontrar en los medios sociales una forma de profundizar la democracia.
* Salvador Millaleo, abogado y Ph.D. en Sociología, Profesor U. de Chile, U. Diego Portales y U. Alberto Hurtado.
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Foto: Verbeeldingskr8 / Licencia CC
Comentarios
15 de abril
Me parece un buen análisis de la relación de nuevas tecnologías y política tradicional.
Aunque creo que lo más interesante de la relación entre política e Internet está en el mismo cuestionamiento a la política formal y la posibilidad de compartir subjetividades (visiones de mundo, política) ajenas a los políticos de profesión. Es imposible cuantificar cuantos utilizan la tecnología de esta forma, pero las posibilidades existen.
Los contrastes entre las decisiones de los representantes versus los intereses de los representados son más fáciles de esclarecer, y el mismo concepto de representatividad política puede ser cuestionado a través de las discusiones en los espacios virtuales y la facilidad de compartir información.
Saludos.
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