¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida
o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué
es eso: amor?
Gonzalo Rojas, del libro «Contra la muerte»
Desde octubre de este año 2019 hemos sido testigo de un estadillo social frente a los abusos que miles de ciudadanos han sufrido bajo el modelo económico y las políticas implementadas desde la década del 80′. Hasta la fecha innumerables marchas han hecho de las calles, en todo el país, testigos de las protestas y demandas que se han ido germinando desde años atrás.
Entre la alegría de rebelarse frente al sistema, del ímpetu de exigir cambios – radicales por cierto- y la constancia de marchar diariamente, se nos presenta un clásico fenómeno que ha acompañado a la humanidad: la violencia.¿Acaso aquellos que rechazan la violencia son necesariamente «buenos»? ¿Los que aprueban la violencia son necesariamente malos?
La violencia amenaza la paz de la sociedad, pero sin esta no hubiera despertado el país. Indudablemente – supongamos- que nadie desea la violencia. El acto de destruir lo establecido, de alterar la normalidad, implica que despierte en las subjetividades de la ciudadanía o aprobación o rechazo.
¿Por qué se aprueba la violencia? Esta pregunta se puede responder desde las personas que, en términos tanto objetivos como subjetivos, han sido – y se sienten- excluidas del sistema, de ser meros espectadores de cómo otros consiguen disfrutar las bondades del modelo económico. Sus ojos son testigos de la otra vida, del edén que gozan algunos, de la paz permanente que parece habitar en esas vidas tan ajenas, de problemas tan superficiales a ojos del que sufre. Surge, entonces, la violencia como catarsis, como medio emancipatorio, al menos en lo simbólico, que redime las angustias y sufrimientos estructurales que aquejan a los que sufren. Necesariamente la ética desaparece o se redefine, esto para extirpar el cargo de consciencia, lo bueno o lo malo ya no atormenta, más aún si los que hacen violencia no lo hacen en actos solitarios. Se destruye lo que hay en mí a través de lo que no me pertenece. Me justifico, en tanto, la estructura me ha violentado. Violento porque fui violentado. No basta ya el sustento teórico, la percepción de la realidad social, los juicios valóricos, sino la acción que contiene ahora el mecanismo redentor.
La aprobación de la violencia descansa en la premisa que hay una violencia – estructural, por cierto – que origina a la violencia de agencia – del individuo. «Si no hubiera sido violento el sistema no pasaría esto» se puede , entonces, deducir. Ojo por ojo, destrucción por destrucción. Pero, ¿qué me hace determinar que el sistema es violento? lo que percibo diariamente, ¿Por qué debo responder con violencia a la violencia? Porque no hay otra forma de cambiar las cosas. Se instala, entonces, la consagración del juicio personal, en detrimento de la reflexión. Esta última ya cumplió su función, ya dio los insumos para hacer carne la violencia que , tal como la metamorfosis de una mariposa, se hallaba en otras expresiones de rabia, injusticia y frustración.
Por otra parte, ¿por qué se rechaza la violencia? quizás, muchos – o pocos, quién sabe- les parecería raro de por qué hay que preguntarse esto. Se asume que la violencia es mala – pensar por ejemplo en la violencia hacia las mujeres, infantes o animales-. Por qué preguntarse de si la violencia es mala si la respuesta es evidente, un axioma por antonomasia. La respuesta puede ser que el rechazo de la violencia proviene, a mi juicio, de los no-excluidos – por qué habría que violentar los espacios públicos si mi rabia y dolor son solo cuestiones privadas- y de los que siendo excluidos, no responsabilizan a la estructura, no es una cuestión predefinida la realidad de mi vida, no es el gobierno o la economía los que han hecho mi vida. También, sospecho, que está la variable «religión», hay leyes religiosas que precondicionan mi conducta: la violencia es mala y punto. No hay espacio para la reflexión y quien incurra en reflexión concluyendo que la violencia es necesaria, pues comete desobediencia tanto a las autoridades terrenales como espirituales. Lo anterior no quiere decir que los que hacen violencia no tienen religión y viceversa. Solo que hay en el rechazo a la violencia, una suerte de renuncia a la reflexión, una nostalgia a la paz eterna. Lo malo es malo. ¿Para qué reflexionar sobre eso? Se rechaza la violencia también rechazando al otro con su historia de vida.
Sin embargo, hay un punto de inflexión entre ambos: el juicio. Un juicio taxativo, irrevocable a las circunstancias, que despeja toda culpabilidad. Juzgo, luego violento; juzgo, luego no violento. Se polariza la ética. Ética objetiva vs ética subjetiva. La primera no requiere de reflexión, la segunda sí. ¿Cuál es la correcta? ¿Acaso aquellos que rechazan la violencia son necesariamente «buenos»? ¿Los que aprueban la violencia son necesariamente malos? Lamentablemente es inevitable la tentación del juicio, cedemos a ella, como algunos a los vicios. Nos entregamos al afán del juicio y surgen las divisiones, pero ya bien decía Cioran, en su libro «Del inconveniente de haber nacido», lo siguiente: “Uno debe ponerse del lado de los oprimidos en cualquier circunstancia, incluso cuando están equivocados, sin perder de vista, no obstante, que están hechos del mismo barro que sus opresores”.
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