Domingo por la tarde. Litoral Central nublado, otoñal, mejor dicho, casi invernal, a mitad de enero.
Suena en la radio “Moon River”.
Imposible no evocar “Desayuno en Tiffanys”. Imposible no evocar la infancia, la lejana infancia en Valparaíso. Imposible que los ojos no se transformen de pronto, como lo describe Stephen King en una novela: “como dos piedras al fondo de un arroyo”.
Debo tener 10 años, y mi hermano, 12.
Ambos subimos cogidos de la mano de nuestra madre por la serpenteante Av. Baquedano rumbo al Teatro Mauri, en aquellos años que se caminaba y no se tomaba un estrecho y maloliente colectivo (tampoco existían) para un tramo de casi 2 kms. cerro arriba.
A nuestra derecha, la bahía, con barcos zarpando y arribando al puerto, barcos con aspecto de barcos, en una época “pre-containers. Barcos de chimeneas rectas y humeantes, con guturales sirenas, con huinches sobre sus cubiertas que asemejaban afieles con sus brazos extendidos al cielo implorando el perdón del creador.
De vez en cuando me llevo la mano de mi madre a mis labios y la beso: es mi silenciosa forma de decirle “te adoro”.
Comienza la película.
Audrey Hepburn, elegante, preciosa, en la madrugada newyorquina codiciando en las vitrinas de Tiffanys las joyas que alguna vez obtendrá, a como de lugar, las obtendrá.
En fin: dejo la película hasta ahí. Si gustan bájenla, si no, lean a Capote.
La melancolía. Aquel dulce dolorcito de pecho que sentimos después de recordar el olor del ulpo al pasar frente a una tostaduría. O vernos en una foto sobre el caballito de madera del fotógrafo de cajón del Parque Italia a la salida de la matinal del Cine Metro por allá el 62’. O encontrarnos en la Feria de Antigüedades con el Silabario ABC y su tapa con un niño absorto en sus primeras letras.
De lo que quiero escribir es sobre melancolía, esta vieja melancolía que me acompaña desde esos tiempos. Ese “nudito” repentino y sorpresivo que se apodera de la garganta y que después de un largo rato descubrimos su origen, su procedencia que, invariablemente, viene del pasado. A nadie le acosa intespectivamente la melancolía por un suceso de hace dos semanas: eso más bien llámenlo ira, rabia, frustración.
La melancolía. Aquel dulce dolorcito de pecho que sentimos después de recordar el olor del ulpo al pasar frente a una tostaduría. O vernos en una foto sobre el caballito de madera del fotógrafo de cajón del Parque Italia a la salida de la matinal del Cine Metro por allá el 62’. O encontrarnos en la Feria de Antigüedades con el Silabario ABC y su tapa con un niño absorto en sus primeras letras.
Dice Picasso: “la melancolía es a la tristeza lo que la euforia a la alegría”.
Comparto plenamente con el malagueño: placer es placer, de dónde y cómo este venga.
¡Es bueno estar triste¡ ¡Es bueno hundirse en los recuerdos y que las lágrimas broten¡¿Por qué no?
No le crean a los matinales que desde 08:00 a 13:30 le presentan un mundo afectado, inexistente, de bailes insulsos, sonrisas postizas y alegría artificial: ellos ganan dinero por representar esa farsa, esa falsa y obnubiladorafelicidad.
Váyanse a la infancia, a la juventud, ¡o a donde se encuentren con la pena¡
Agradezcan día a día que sus lágrimas llegan por los que mucho amaron, por los buenos momentos y no brotan por haber sido un niño del Sename: ese sí es drama, tragedia eterna e ineludible.
¿Llorar por una tarde de cine de un domingo hace más de medio siglo atrás? Créanme: un lujo, una verdadera suerte.
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