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Los pobres no eligen donde vivir

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Nacimos conociendo las tragedias. Los temblores y terremotos en el puerto se sienten más intensos y más severos en las casas pobres, antiguas, de adobe y barro. La nuestra era una casa de esas y sus paredes se quebraron con un terremoto. Yo estudiaba en el Liceo de Hombres de Playa Ancha y supe, ya joven, lo que era quedar sin casa y ser «evacuados».

La periodista Mónica Pérez, probablemente con su mejor intención, le preguntó a una pobladora en plena tragedia de Valparaíso por qué vivían en las quebradas más peligrosas de los cerros porteños. La señora, sin pensarlo mucho, respondió: «es que los pobres no elegimos donde vivir, señorita». La poderosa afirmación saltó de inmediato a las redes sociales.

Nací en Valparaíso en 1952, en el antiguo Hospital Enrique Deformes (que fue demolido en los terrenos donde el dictador construyó esa rara arquitectura del congreso nacional). En mi infancia viví en el cerro Toro de Playa Ancha: calles y pasajes de tierra, quebradas, caminos empinados y muy estrechos. Nuestra conexión con la ciudad era el ascensor Cajilla, nuestra delicia de niños, subiendo y bajando hacia y desde el camino Cintura. En un pequeño sector de la quebrada podíamos apreciar las luces y fuegos artificiales del año nuevo. Todavía recuerdo los petardos reventando sobre nuestras cabezas y nosotros gritando llenos de júbilo, mientras nuestros padres observaban atentos, para no caernos quebrada abajo en medio de la algarabía.

Nacimos conociendo las tragedias. Los temblores y terremotos en el puerto se sienten más intensos y más severos en las casas pobres, antiguas, de adobe y barro. La nuestra era una casa de esas y sus paredes se quebraron con un terremoto. Yo estudiaba en el Liceo de Hombres de Playa Ancha y supe, ya joven, lo que era quedar sin casa y ser «evacuados». Tiempo después mi familia logró comprar un pequeño terreno en la población San Martín Alto, donde terminaba Playa Ancha en las alturas de los cerros porteños. La vieja población marcaba, prácticamente, el límite alto de la ciudad. Lo demás era bosque, más o menos como es hoy Laguna Verde.

Nuestra población era de autoconstrucción. Sólo teníamos el terreno pequeño (25 x 50 metros), donde instalamos una casa de madera con piso de tierra. En un invierno crudísimo, con mucho temporal y emergencias típicas del puerto, el fuerte viento -el mismo que azoló en estos días los viejos cerros del lado norte de la ciudad- hizo volar la mitad del frágil techo de nuestra casa y quedamos a la intemperie ante la angustia de nuestros padres. Los vecinos no lo estaban pasando mejor, con el barro y el agua entrando en sus casas, en medio de un aluvión.

La solidaridad entre la gente sencilla siempre es rápida y con la ayuda de bomberos del sector por lo menos las paredes de madera quedaron en pie y en la vieja cocina de adobe acumulamos lo que pudimos salvar. Siempre recuerdo que sentía que en esas horas intensas de la noche la lluvia era más fuerte e implacable y que no cesaba nunca.

Nuestra población, a la que llegamos en 1970, sigue ahí en Playa Ancha alto y la vieja casa de madera se convirtió con los años, pieza a pieza, en una mezcla de madera y ladrillo que mantenemos como una sencilla herencia de nuestra historia familiar, donde cada metro cuadrado tiene plasmadas nuestras manos, nuestro corazón.  Aún conservo vivo el recuerdo de nuestros padres trabajando con sus hijos, cuando entre todos los vecinos abrimos los hoyos para el piloteo de agua potable con instalación domiciliaria (un lujo para nosotros) y pusimos los primeros postes de luz eléctrica en la población San Martín, gracias a los planes sociales del Chicho, el Presidente Salvador Allende. Cuando inauguramos los primeros postes de luz en la San Martín la embanderamos toda, cada casa con una bandera y de poste a poste colgamos guirnaldas multicolores. Esa luz, ahora en la calle y en nuestras sencillas casas, era fruto del trabajo de obreros y familias populares. Era el año 1972 y Chile era un país convulsionado.

No vivir en Valparaíso y no experimentar las tragedias como algo que está en el ADN de nuestras vidas porteñas sería extraño. El puerto ha sido escenario de importantes acontecimientos y seguramente este atroz incendio en varios cerros, con su secuela de muertes y daños profundos, quedará inscrito como otro momento de dolor. He pensado mucho en eso en estos días, especialmente en los niños y jóvenes que han tenido que enfrentar estas dramáticas horas. No puedo dejar de recordar los sentimientos profundos que tuve cuando niño al observar nuestra modesta casa de barro prácticamente inhabitable en uno de los terremoto y luego nuestra casa de San Martín dañada e inhabitable por el azote del viento en un crudo invierno. Sé lo que sienten los porteños hoy y sé también que la oscuridad abre paso a la luz; la ciudad se levanta y la familia vuelve a integrarse y ser fuerte, a pesar de lo duro que haya sido el daño.

Por eso cala tan profundo la canción del gitano Rodríguez cuando dice que «el viejo puerto amarra como el hambre y que no se puede vivir sin conocerlo». Los que somos porteños y tenemos nuestras raíces en los cerros humildes de la ciudad, sabemos que eso es así.

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16 de abril

Interesante columna

Elizabeth Molina Martinez

19 de abril

Una historia de vida digna de ser conocida , superacion …esa es la palabra que mas le viene a este relato…….

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