A mediados de los 90, encontré entre los cachivaches de mi casa, un viejo encendedor que había pertenecido a mi padre. Se trataba de esos de la vieja escuela, que funcionaban con bencina blanca y una piedra especial. Era del tipo de encendedores que se habían popularizado y puesto de moda nuevamente bajo la marca Zippo. El mío, sin embargo, era distinto, su diseño era completamente diferente y ya por eso llamaba la atención. Su marca era Imco y había sido fabricado en Austria.
Lo limpié, reparé y renové. Compré bencina, mecha y piedra y lo comencé a utilizar. Por aquellos años había tomado la costumbre de fumar tabaco de liar. No lo hacía porque fuera más barato ni más sano como muchos sostienen hoy en día. Lo hacía simplemente porque en ese tiempo era profundamente ondero fumar así, o al menos así me parecía. Pero yo iba incluso más allá, compraba un tabaco rubio de marca Gauloise y origen francés, que conseguía de dos formas; en una tabaquería en el Parque Arauco o encargándolo a la gente que viajaba fuera de Chile. En esa misma tabaquería compraba los filtros y unos papelillos de color café. Tenía además mi máquina para rolar con lo que completaba el kit ondero intelectual. Intelectual pues me gustaba comentar que Julio Cortázar también fumaba tabaco de liar de marca Gauloise. Dejé de hacer el alcance cortazariano cuando un amigo me enrostró que lo que el escritor argentino fumaba era tabaco negro, mucho más fuerte, sin filtro y que el mismo liaba sus cigarros, sin ayuda de vergonzosas maquinillas.
El punto es que aquel encendedor que había pertenecido a mi padre llegó a complementar de manera exquisita mi performance de fumador ondero; sacar tabaco y filtro, colocarlos con parsimonia en la liadora, girarla, poner el papelillo, humedecer uno de los bordes, girar nuevamente la liadora y, entonces, utilizar el viejo encendedor para prender el cigarro.Como el encendedor era obediente y no quería dejarme en vergüenza, apenas decían la oración correcta, les prodigaba una hermosa llama azul que prendería cualquier cigarrillo.
Con el tiempo, el encendedor fue cobrando mayor relevancia pues no siempre encontraba el tabaco o los filtros, de modo que, si bien me veía obligado a fumar tabaco nacional, al menos con el encendedor, lograba mantener algo de glamur. Si prendía un cigarro o alguien me pedía fuego, yo sacaba mi vetusto artilugio y ¡zas! lograba la atención. De inmediato lo pedían y miraban con asombro y admiración.
Entonces fue que comenzó a tener también personalidad.
-Qué bonito ¿puedo verlo?
-Claro, se llama Lorenzo
Lo curioso, sin embargo, vino al poco tiempo, y es que si alguien que no fuera yo lo quería utilizar, este solamente soltaba chispas sin alcanzar a producir la llama. Supongo que, por ser su dueño, había calibrado inconscientemente la fuerza y hasta el ángulo que debía aplicarle al dedo pulgar para que funcionara sin problemas. La mascarada consistía en pedirlo de vuelta, argumentando que sólo era obediente a su dueño y hacerlo funcionar yo. El asombro, por supuesto, era inmediato. Al poco tiempo mis amistades ya lo llamaban por su nombre
-«Pato, préstame a Lorenzo porfa.»
Así, durante un tiempo Lorenzo ganó entre mis amistades fama de leal y obediente. Sin embargo, ocurrió algo inesperado que, al igual que con el nombre, comenzó como juego; a la segunda o tercera vez que Lorenzo solo salpicaba chispas, yo les decía “tienes que pedirle por favor, dile ¡préndete Lorenzo por favor!”. Y, como el encendedor era obediente y no quería dejarme en vergüenza, apenas decían la oración correcta, les prodigaba una hermosa llama azul que prendería cualquier cigarrillo. Si no decían nada o lo decían incorrectamente, Lorenzo ni se inmutaba. Decía Gabriel García Márquez que la vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Y esta noche recuerdo a Lorenzo y las muchas veces en que los patios del Peda de Santiago fueron testigos de su magia. Quiero creer que cautivé a muchas fumadoras gracias a su complicidad y que cierta leyenda se tejió en torno suyo. Muchas veces algún amigo me pedía a Lorenzo, solo para mostrárselo a otra persona y comprobar así la veracidad del relato del encendedor obediente.
Lorenzo fue cuidado y querido como lo que era, una herencia de mi padre, un objeto bello y antiguo (vintage, dirían ahora), un encendedor ondero y, por sobre todo, un artilugio sensible que solo requería de un poco de amabilidad para funcionar. Un simple “por favor”, lo convertía casi en un soplete. Un día, en esos mismos patios del Peda, se me cayó del bolsillo sin darme cuenta y lo perdí para siempre. Confío en que quien lo encontró descubriera su magia y haya podido así disfrutar de sus favores. Lo otro habrá significado un final cíclico e indigno para Lorenzo; abandonado en una caja de cachivaches como esa en la que lo encontré a mediados de los 90 o como aquella en la que de seguro lo habría dejado yo cuando años más tarde tomé la innoble y poco ondera decisión de dejar de fumar.
Comentarios