La historia de Chile ha estado marcada por la violencia. En los 160 años que transcurrieron entre la batalla de Lircay y el fin de la dictadura militar, murieron más de 55 mil chilenos en enfrentamientos sociales y políticos.
Por eso, cuando volvió la democracia en 1990, la vuelta de página que trajo consigo no solamente fue respecto de los diecisiete años anteriores, sino también, para muchos, respecto del desencuentro histórico de nuestra vida republicana.
La década de los noventa fue muy significativa, porque fueron los años en que Chile se autoconvenció de que había subido un escalón más hacia la vida civilizada, la prosperidad y la paz. Un dictador que era capaz de entregar la banda presidencial ante el Congreso pleno, los ciudadanos y el mundo, era un símbolo de madurez cívica y política.Tanto nos creímos la historia de la paz y la prosperidad que fuimos incapaces de ver y detener a tiempo la violencia que se venía incubando
Con ese acto, quedaba demostrado que Chile pertenecía a un lugar diferente al de sus vecinos, en que nuestro país no solo iba en búsqueda de la paz social en el plano interno, sino también en el plano internacional, siguiendo aquella doctrina de posguerra que planteaba que el comercio globalizado era una garantía de paz y el mejor antídoto contra nuevas guerras mundiales.
Chile se compró esa historia y la explotó interna y externamente durante treinta años, incluso cuando aparecieron las primeras grietas en la vida nacional con las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011. Durante todo ese tiempo, creímos que «la cosa iba bien»: el crecimiento promedio de 7,1%, el desempleo por debajo de los dos dígitos, la democracia de los acuerdos y la solidez de nuestras instituciones nos convencieron de que éramos los jaguares de Sudamérica. Parecía que Chile era próspero y que la paz había llegado de forma definitiva, después de casi 200 años de vida republicana violenta.
Sin embargo, algo ocurría por debajo, de forma silenciosa. Envueltos y confiados en que la paz se había consolidado sobre terreno firme, la élite y el pueblo se fueron distanciando de forma paulatina, hasta llegar a un punto donde dejaron de mirarse mutuamente.
Así, los políticos perdieron su capacidad de comprender el fenómeno social, el empresariado se encerró en sí mismo (pensando que era buena idea repactar a miles para salvar los balances en las reuniones de directorio) y el pueblo, al ver a sus representantes en este letargo, perdió su interés en elegir a los mejores.
Como era de esperar, la distancia entre unos y otros generó disrupciones puntuales, las cuales, en conjunto, se combinaron todas en una gran catástrofe nacional: desde las pensiones de miseria al alto mando que se gastaba la plata del fisco en propiedades, desde la cárcel para los pobres y las clases de ética para los ricos, desde parlamentarios que abogaban por la desobediencia hasta los que reivindicaban el autoritarismo… y un Presidente, en una república presidencialista, desvariando en medio de la crisis nacional más importante en tres décadas.
Tanto nos creímos la historia de la paz y la prosperidad que fuimos incapaces de ver y detener a tiempo la violencia que se venía incubando. ¿Quién quiere preparar a los Carabineros para enfrentar la violencia callejera cuando nuestro país es un oasis en Sudamérica?
Y entonces, como un reventón de pus, la violencia apareció. Con su ola de muertos, heridos, incendios, saqueos, destrucción y represión estatal. Y de forma sorpresiva. Porque nadie lo vio venir. En cuarenta días quedamos sometidos a esta violencia inesperada.
Han pasado varios días desde la firma del acuerdo constitucional, y la violencia sigue presente en las calles. Muchos ya están entrando en la impaciencia. ¿No será el momento de que regresen los militares? ¿No será el momento de que la fuerza nos devuelva la paz?
El acuerdo por la nueva Constitución, al contrario de lo que se pueda creer, no es ni por lejos una garantía de estabilidad. El documento es simplemente un papel en blanco, donde todos los grupos sociales (políticos, gremios, sindicatos, agrupaciones) intentarán imponer sus términos en la redacción del borrador final. Los próximos meses serán de una fragilidad institucional inédita para los chilenos menores de 40 años que no vivieron la dictadura.
El 18 de octubre se inauguró un nuevo periodo en la historia de Chile, en que nuestra sociedad caminará entre la prosperidad y el precipicio. La normalidad previa a ese día ya no es posible.
Tanto la violencia desproporcionada del Estado como la violencia callejera se incubaron en el vacío dejado por décadas de somnolencia política. Por pasar por alto las señales y tolerar ciertos comportamientos con demasiada ligereza. Por olvidarse de la violencia histórica y abrazar la paz con demasiado entusiasmo.
El historiador y escritor Tony Judt sostiene que es el recuerdo del conflicto lo que sostiene la paz. Que la Unión Europea sólo perdurará mientras exista la memoria colectiva de la segunda guerra mundial. Tal vez sea lo mismo en el caso de los chilenos.
Comentarios
29 de noviembre
Chaleco Amarillo Detected…
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29 de noviembre
Muy buena reflexión, hace falta más análisis de este tipo
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02 de diciembre
Discrepo
No habia somnolencia ni tampoco creerse el cuento. Mucha gente jamas se creyo el cuento. Lo que parece que les cuesta entender a ciertas personas es la enorme diferencia entre dejadez y decepcion
Hay una generacion, que eran jovenes en los 70s y adultos en los 80s, que cuando vieron a Aylwin poniendose la banda presidencial, sintieron decepcion. No eran lo que querian, lo impusieron. Y en los años 90s, una y otra vez ocurrio lo mismo, de todos los lados. La fragil democracia, la necesidad de dialogo, apretarse el cinturon, vendran tiempos mejores… siempre habia una razon para imponer cosas, como ahora. Y la peor decepcion es que sin importar a quien se eligiera, sin importar las intenciones que dijera tener, al final acaba siendo mas de lo mismo,
Pero lo peor es que siempre los politicos han sabido que los chilenos no son idiotas. Por eso, los politicos crearon una base de clientes en base al asistencialismo. Por joyitas o empanadas, buscaron a gente que vende su voto. Y por el otro lado, alimentaron a una generacion que creyo el cuento de que no votar era lo cool, sin haber leido nunca ni siquiera la Constitucion porque eso es adoctrinamiento. En medio, un sector de personas que lleva decadas luchando contra los unos y los otros SOLOS.
Todo el show que se esta montando es eso, show. Porque mientras siga habiendo ese grupo de chilenos que remen a su conveniencia, el resto seguiremos luchando solos.
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