Es sexy ser pesimista. No importa la edad, el género o tu nivel socioeconómico, tampoco si provienes de una tribu digital o analógica, la obsesión es la misma: el pánico vende más que las ilusiones. Es un asedio permanente con un apocalíptico lenguaje y una pose apropiada. Está en el sentido común, en los medios informativos, en la opinión de expertos, en dirigentes sociales y políticos. Las cuñas son -más o menos- las mismas: siempre estamos mal, en medio de una profunda crisis o a centímetros de otro abismo.
Es una combustión lenta de enormes reservas de energía, ocupadas para sembrar miedos ancestrales y nuevas fatalidades. Ingentes cantidades de palabras impresas, alertas viralizadas y minutos en cámara para advertir a la ciudadanía los peligrosos riesgos que la asechan todos los días.
Los que han hecho del pesimismo una manera “creativa” de ganarse la vida se hacen un festín los fines de semana. En medios escritos y electrónicos siembran con una preclara lucidez la geografía cambiante de un filme aterrador. Célebres analistas que han hecho de las malas noticias la materia prima de su profesión. Su expertise consiste -precisamente- en descubrir abismos en vez de oportunidades, riesgos inminentes en vez de nacientes entusiasmos: oscuros túneles por donde el destino toma nuevas formas tétricas y desoladoras. Es que justo a ellos les tocó vivir el cuarto de hora más funesto de la historia de la humanidad, entonces su narcisismo narrativo alcanza cimas proféticas. Los hay con el ceño fruncido y caras meditabundas, otros han elegido una mirada aguda y filosa que le otorga más dramatismo a sus palabras.Predomina en Chile un estado de ánimo precozmente obscuro, de una latencia perenne y contagiosa. Una poderosa herramienta que estiliza las percepciones, sembrando tragedias en vez de nuevas ilusiones.
Durante la semana, a la hora en que comienzan los noticieros centrales de la TV, la comunión es total. A los malos pronósticos de “tantos expertos”, se añade una dieta generosa en delincuencia, violencia desatada y abrumadores índices de temor al espacio público y privado. Las redes sociales en Internet hacen lo suyo, extrañamente en vez de agregar nuevas visiones, se convierten en antenas repetidoras de un pesimismo orgánico de la sociedad chilena. Liberales, cristianos o marxistas, todos y todas se coluden espontáneamente en una especie de eutanasia del futuro.
Los hay en la derecha y en la izquierda. Los primeros se quejan del magro crecimiento económico y las pésimas señales que generan los gobiernos para incrementar la inversión privada; el segundo grupo en cambio, pone acento en una demoledora crítica a la etapa neoliberal del capitalismo que atenaza inéditas amenazas globales. En ambos casos, “las políticas fiscales o las condiciones estructurales” pueden más que la voluntad de las personas. Ni emprendedores ni asalariados, están en condiciones de enfrentar creativamente su propio destino, de torcer la historia, de imaginar soluciones nuevas para viejos problemas.
Predomina en Chile un estado de ánimo precozmente obscuro, de una latencia perenne y contagiosa. Una poderosa herramienta que estiliza las percepciones, sembrando tragedias en vez de nuevas ilusiones. Entonces, quedamos atrapados en esa densa niebla que emerge de nosotros, como un pegamento que atrapa y expande todos nuestros miedos y desconfianzas. Algo en lo que somos nos apaga colectivamente y esas energías que podríamos ocupar para estrenar renovadas esperanzas, se utilizan en cambio para sembrar horizontes funestos y diabólicas conspiraciones.
Falta un homenaje al porvenir, un naíf día de la candidez, una celebración sincera de lo que somos, a pesar de los obstáculos que aparecen en el camino. Ojalá, muy pronto, el sexy pesimismo que predomina en el país pase de moda y el porfiado entusiasmo se cobre revancha, abriendo una nueva etapa de desarrollo y vitalidad en nuestra democracia.
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