Son muchas las iniciativas privadas que en el último tiempo se desarrollan en Aysén y que buscan, en el marco de su concreción, aportar en ámbitos de interés colectivo. Son las así llamadas empresas B, que con los productos y servicios que comercializan se enfocan a materias de corte social y ambiental. Turismo inclusivo en áreas silvestres protegidas, mercados comunitarios en pueblo rurales, agricultura regenerativa del suelo, reciclaje y reutilización de residuos, son solo algunos ejemplos.
Son acciones que, desde el propio mercado, permiten reunir dos ideas que muchas veces se sienten en las antípodas: el legítimo interés económico individual v/s el bien común. Y no son pocas las ocasiones en que en dichos proceso aparece la disyuntiva lógica: en circunstancias excluyentes, ¿cuál primará?
No es trivial hacerse esta pregunta. Porque es una de las matrices del tipo de sociedad que construimos y sobre la que se basan muchas de nuestras instituciones y sentidos comunes. Aparece en todo momento y en todo tipo de espacio, sea este ilustrado o no, rural o urbano, de la empresa privada, el Estado o la sociedad civil.Semilla del neoliberalismo es considerar que la persecución del interés privado es la matriz del bien común.
El debate no es nuevo.
Ya en el siglo XVIII Adam Smith, uno de los pensadores puntal del liberalismo, planteaba que el interés general estaba conformado por la búsqueda libre y democrática de cada persona de su interés personal. Es decir, la suma de cada uno preocupándose de la satisfacción de sus propias necesidades es el bien común. Se ancla esta premisa en valores como la competencia, la preeminencia de lo individual y con el mercado como el espacio por excelencia y la economía como la principal vara para medir la salud de una sociedad.
Con matices, en esta visión se siguen insertando las empresas B y no solo ellas. También todo aquel que desarrolla un oficio o profesión, o que lleva adelante una empresa, por muy relevantes y necesarios que sean.
Profesores que enseñan, médicos que salvan vidas, empresarios que dan empleo, periodistas que informan, agricultores que regeneran el suelo, empresarios turísticos que embellecen sectores son importantes y necesarios. Pero la premisa de esta columna es que no basta con ello para asumir que uno está aportando a la construcción de una sociedad. De estar colaborando con el bien común.
Es posible argumentar que en la dedicación a la actividad privada, esa que en sí misma es positiva, se requiere toda la dedicación posible. Y que participar en organizaciones genera una distracción que hace menos eficiente el desempeño. Y que en un balance costo/beneficio, es mejor no descuidar nuestros propios menesteres.
Así las cosas, si la tesis es que cada uno aporta al interés general desde la acción privada, por lo menos en el caso de Chile no existirían organizaciones de la sociedad civil. Ni juntas de vecinos, clubes deportivos, ONGs, colegios profesionales, agrupaciones campesinas, de turismo, medioambientales, donde solo es posible participar restándole espacio, tiempo e incluso recursos económicos, a la específica consecución de directos beneficios particulares.
Obviamente muchas de estas organizaciones sí buscan beneficiar a quienes en ellas participan, de forma más bien indirecta, pero bajo esa premisa cualquier acción que humanamente impulsemos (como la lucha contra el cambio climático, por ejemplo) también lo es.
Semilla del neoliberalismo es considerar que la persecución del interés privado es la matriz del bien común. Y aunque buscar el beneficio particular es inherente al ser humano, esta discusión se sustenta en si pensamos que debe ser la principal y casi única motivación personal. Si participar, interactuar con otros en el espacio colectivo, es trivial y no tan relevante.
Sí, a veces organizarse, debatir y compartir con otros no es tan gratificante como algunos quisieran. Pero así es la vida y eso es lo que nos define como comunidad.
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