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Dominga y su rol en el enfrentamiento social: Un guión que se repite

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Este miércoles 18 de enero, el Comité de Ministros votará el proyecto minero-portuario Dominga, resolviendo así las reclamaciones presentadas en contra de la iniciativa de hierro y cobre de la sociedad chilena Andes Iron, de la familia Délano.  La de Carlos Alberto, quien junto a Carlos Eugenio Lavín controla el grupo Penta y fuera condenado por delitos tributarios y financiamiento ilegal de la política: su pena remitida involucró multa y clases de ética, sin pasar un solo día de presidio más allá de la prisión preventiva. Un dato al margen es que el “Choclo” también es conocido por ser amigo de Sebastián Piñera, tanto así que la familia del ex Presidente fue una de las propietarias originales del controvertido proyecto minero que el gobierno zanjará esta semana.


El tema de fondo es que esta postura sólo es entendible en un sistema que no garantiza derechos sociales ni acceso a bienes comunes mínimos de la ciudadanía, sea ésta un niño, estudiante, trabajador, anciano. Mal que mal, desde la óptica laboral el trabajo es un medio para solventar salud, educación, vivienda y una multiplicidad de necesidades básicas de las personas. 

Como ha ocurrido con múltiples megaproyectos, uno de los puntales de la defensa de tales iniciativas proviene de quienes se benefician económicamente de éstas. De sus impulsores es previsible, dado que en muchos casos se trata de trasnacionales cuyos controladores no viven en los territorios a intervenir y no sufrirán todos los impactos sociales, culturales y ambientales asociados a su ejecución. Similar a lo que ocurre con las fortunas nacionales (de Santiago, mayoritariamente), como es el caso de Andes Iron.

El terminal de embarque (puerto) y la planta desalinizadora estarían en las cercanías de Totoralillo, en la región de Coquimbo. Y a 30 kilómetros al sur de la reserva donde habita el 80 % de la población mundial de pingüinos de Humboldt, hoy en peligro de extinción. Los relaves se depositarían a 16 kilómetros de la costa, así como las plantas de proceso y una gigantesca mina a cielo abierto.

Pero es en los sectores más directamente afectados donde se produce el efecto más notorio y, por cierto, preocupante.  Se trata de uno de los impactos permanentes de estas mega intervenciones: la división de la comunidad por las carencias y necesidades que arrastra el mismo modelo de desarrollo en el que se inserta este tipo de proyectos.

En el sur de Chile aún permanecen en la retina “las atemorizantes imágenes de los trabajadores de la celulosa Celco marchando en 2005 por las calles de Valdivia con las motosierras en alto durante el conflicto por la contaminación del río Cruces y la paralización de las faenas de la celulosa”.  Este párrafo lo escribí en 2010 en el reportaje “¿Responsabilidad Social Empresarial en la Patagonia o el Precio de las Voluntades?”. Hace ya más de una década. Por esos días lidiábamos contra HidroAysén y Energía Austral, y sus prácticas de intervenir económicamente la comunidad. Formato que se ha repetido en todo tiempo y lugar, replicando así un guión que las empresas y ciertas consultoras de relaciones comunitarias y lobby conocen muy bien. Eso incluso lo sabemos en la cuenca del lago General Carrera.

Con Dominga no ha sido muy distinto.

El 6 de enero de este año el Sindicato Interempresa Nacional de Montaje Industrial, Obras Civiles y Servicios Industriales (SINAMIND) publicó en El Diario Financiero un inserto exigiendo la renuncia de la ministra de Medio Ambiente, Maisa Rojas, porque el Servicio de Evaluación Ambiental emitió un informe crítico del proyecto. En el documento, alega la multisindical, se osa “cuestionar con argumentos pueriles el proyecto conocido como ‘Dominga’, basados en supuestos o ‘potenciales riesgos’ que éste ‘podría’ generar al medioambiente de la zona”, echándose al bolsillo años de avance en términos de principio precautorio. Lo que no se dice es que esta figura ya fue incorporada al Tratado de Maastricht (que regula el funcionamiento de la Unión Europea) en 1992. Y ya lo dice la Declaración de Río del mismo año, cuyo Principio 15 estableció que “con el fin de proteger el medio ambiente, los Estados deberán aplicar ampliamente el criterio de precaución conforme a sus capacidades. Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces en función de los costos para impedir la degradación del medio ambiente”.

Pero la falta de conocimiento es un detalle, a estas alturas.

Al igual que con cierta izquierda extractivista, a algunos líderes sindicales les es difícil asimilar una visión integral de los aspectos involucrados en la vida en comunidad. Donde la máxima de empleo a todo evento choca, en muchas ocasiones, con los perjuicios que determinadas actividades generan en la salud de las poblaciones insertas en el área de sus operaciones, llámense éstas naturaleza o personas, incluidas sus propias familias.

Pero no siempre es así. Común es ver a dirigentes y líderes políticos respaldar la necesidad de mejorar las condiciones sanitarias y ambientales de los espacios laborales de los trabajadores, mediante proyectos de ley u otras normativas. En esos casos, en el mejoramiento de la calidad de vida intramuros -por decirlo de alguna forma-, sí están de acuerdo. En tales ocasiones son los empresarios quienes posiblemente se opongan, por el encarecimiento de los costos si el financiamiento proviene de su propio bolsillo.

Y al contrario, cuando los problemas de salud o ambientales generados por las actividades industriales en que se desempeñan se producen extramuros, la preocupación decae. Es más, en determinadas circunstancias desaparece o se llega al extremo de generar una animadversión contra la protección de la naturaleza y sus impulsores.

El tema de fondo es que esta postura sólo es entendible en un sistema que no garantiza derechos sociales ni acceso a bienes comunes mínimos de la ciudadanía, sea ésta un niño, estudiante, trabajador, anciano. Mal que mal, desde la óptica laboral el trabajo es un medio para solventar salud, educación, vivienda y una multiplicidad de necesidades básicas de las personas. Si este piso estuviera asegurado por la sociedad, y que fue lo que se discutió durante el proceso constitucional, la falsa disyuntiva empleo vs. medioambiente sano tendría menos asidero. Y el enfrentamiento social sería menos constante.

Es la grieta del modelo que hemos abrazado. Uno que además de biodiversidad y salud, va socavando la convivencia en comunidad.

TAGS: #Dominga #Medioambiente

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