Los tiempos de pandemia han desenmascarado la condición del hombre contemporáneo, a saber, la condición del profundo vacío existencial. Probablemente, las condiciones de posibilidad del «morirme» nunca habían estado tan presentes en la conciencia de las presentes generaciones, pues como buenos occidentales evitamos enfrentarnos a la muerte. Aquel que está dispuesto a abrazar la muerte parece un tonto o un loco, pues ¿quién en su sano juicio aceptaría feliz la propia muerte? De este modo, ante el presente peligro del contagio mejor ocultarse en las casas, bañarse con alcohol gel, y esperar pacientemente la vacunación, ¿o no?
Resulta interesante reflexionar sobre las dinámicas sociales en pandemia, puesto que revelan el modo en que objetivamos nuestra interioridad. Dicho esto, el modo de enfrentar la crisis sanitaria ha sido por medio de la prohibición. ¡Mantengan la distancia social! ¡Lávense las manos! ¡Respeten las cuarentenas y el toque de queda! ¡Vacúnense! Éstas han sido alguna de las frases a las cuales ya nos hemos habituado. No obstante, la lógica de la restricción no es sólo legal, sino que también tiene consecuencias ónticas. Las múltiples, y necesarias, restricciones crean la ilusión de que todas las esferas de la vida están en relación con las estructuras socio-económicas, en cuanto que nos autoconvencemos del carácter exclusivamente punitivo de la ley. En otras palabras, queremos ir al mall, a las fiestas, a los restaurantes, a los cines, pues el consumo es el mejor modo de satisfacer la intensa inclinación hacia lo terrenal, y la ley se reduce a limitar la conducta en la esfera pública. El gran éxito del capitalismo justamente ha sido posible gracias a la división de la formula «Animal-Racional», por «Animal-Y-Racional», creando una disociación de sentido en la existencia propia. Lo característico del ser humano deja de ser sólo la razón, y así la pasión gana terreno, hasta tal punto que el mercado debe aparecer como el único medio de saciar el deseo infinito. De esta manera, si lo importante en esta vida es el «pasarlo bien», el «disfrutar», la muerte se vuelve algo hostil, que debemos erradicar de nuestro vocabulario, pues lo único garantizado por la muerte sería una extinción pasional.Nada es más nocivo para el ser humano, que el olvidarse de lo único que le da sentido a nuestra existencia: la noción de la propia muerte como un «morirme».
Sin embargo, nada es más nocivo para el ser humano, que el olvidarse de lo único que le da sentido a nuestra existencia: la noción de la propia muerte como un «morirme». La conciencia de la muerte, como un acto propio, dirige nuestro entendimiento hacia una realidad que nos excede y nos interpela. La reflexión sobre lo trascendente abre horizontes de sentido, cuya apropiación revitaliza y orienta. Por eso, la muerte guarda la mayor de las bellezas, pues su comprensión perfecciona mi vida llenándola de sentido. Asimismo, trae consigo un gran desafío, puesto que la muerte no es un acto biográfico, aunque lo que si puede serlo es la preparación de la muerte.
Siguiendo la misma lógica, una vida caracterizada por los placeres sensibles y la diversión, al verse reducida a lo material produce angustia y depresión, ya que no es posible satisfacer continuamente el deseo. La reducción de la totalidad de nuestro ser a lo temporal produce un peso insoportable, pues lo que continuamente fluye no deja nada estable de lo cual sostenerse. El rechazo a la muerte en gran medida se debe a nuestro rechazo a lo racional, a lo inteligible, a lo espiritual. Mirar la realidad con los lentes del materialismo consiste en una reducción arbitraria a una falsa concepción de finitud. Así, la crisis en la salud mental que se ha agudizado durante la pandemia tiene un origen metafísico, no psicológico. La carga de la propia existencia requiere ser encausada mediante una preparación para recibir la muerte propia.
Hoy el decálogo contemporáneo parte con el “me soporto” y termina con el “me suprimo”. No obstante, paradójicamente la salida está en comprender la relación ontológica entre la vida y la muerte, siendo dicha relación la fuente de todo sentido. Cuando reducimos la lucha contra el covid-19 a la restricción e implementación de la técnica, terminamos perdiendo la más importante de las batallas, a saber, la espiritual.
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