La crisis que vive la Iglesia Católica hoy, es el crisol de la sociedad actual. En tal sentido, los laicos también somos encubridores de los horrores cometidos.
Cada vez que llega un cura nuevo a nuestras parroquias, asoman las apuestas de cuánto durará en el ministerio. Y nos fijamos de inmediato quienes serán sus amistades, para colgarle el cartel de «mujeriego» o «maricón», dependiendo sea el género de sus habituales acompañantes.Por ese estado de confort, somos capaces de hacer la vista gorda ante posibles estados de vidas paralelas o abusos de adolescentes por parte del clero y no nos hemos hecho cargo de buscar la verdad.
Y exigimos de él compromisos, que muchas veces ni siquiera nosotros cumplimos en nuestra vida familiar o de pareja. Y nos volvemos más clericales que el propio cura, porque nos resulta más cómodo ser un laico activista, que reflexivo y crítico. Por ese estado de confort, somos capaces de hacer la vista gorda ante posibles estados de vidas paralelas o abusos de adolescentes por parte del clero y no nos hemos hecho cargo de buscar la verdad.
Como también nos ha resultado fácil no exigir cuenta de los bienes que la Iglesia posee y dónde están invertidos los dineros, conformándonos sólo con saber los destinos de las chauchas de las ofrendas, que dan cuenta un puñado de piadosos fieles, que conforman el Comité Económico y al que el párroco no tiene acceso. Pero el poder económico de la Iglesia es mucho más que esas cuatro monedas, pudiendo llegar a encubrir otras formas de abuso y actos de corrupción. De los cuales, hemos aprendido que tampoco somos invulnerables y podemos encontrar otra clase de delitos.
Si queremos salir fortalecidos de esta crisis, miremos a la Iglesia en su totalidad y no parcelemos sus crímenes. Eso demanda un laicado menos infantil, que abandone su trajecito de primera comunión, para echar a los que han abusado, cualquiera sea su forma. Y el temor de que no tendremos quien nos haga las misas, no nos paralice.
A seguir el ejemplo de los hermanos y hermanas de Osorno.
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