El principal eslogan de campaña de la Concertación de Partidos por la Democracia, coalición que agrupó a diecisiete partidos de oposición a la dictadura cívico-militar encabezada por Augusto Pinochet, era el anuncio de que la alegría vendría. No, no es la actriz de ese apellido: es la consolidación de esas ansias de cambio escondidas a la fuerza por el peso de una magra noche.
Pero lo que podía haberse convertido en un hermoso proyecto de transformación democrática, que escuchara a la sociedad en su conjunto y caminara al tan anhelado desarrollo de la mano del crecimiento con equidad, se murió antes de que empezara a vociferarse quela alegría estaba por venir.
La suerte de la República Concertacionista se selló en una mesa, con unos pocos negociadores. Patricio Aylwin, Gabriel Valdés, Edgardo Boeninger: tres nombres que figurarán ampliamente en los años venideros serán los cómplices de una entrega fatal, la democracia obtenida a cambio de la protección y el blindaje a Pinochet y las fuerzas armadas. Todo se condensó en un tutelaje mutuo: el nuevo gobierno cubriría a Pinochet y él resguardaría el nuevo período a su imagen y semejanza. Para muestra un botón: tanto el boinazo y los “pinocheques” como los constantes discursos de “justicia en la medida de lo posible”, “respeto para Pinochet en el extranjero” y “territorialidad de la justicia” serán las demostraciones de lo que una vez fue un lindo sueño.
Pero no todos tienen la culpa, al menos en principio. En una primera etapa, las cúpulas concertacionistas –a espaldas de las bases- cooptarán la nueva democracia y la moldearán según acuerdos pactados. Ahora bien, los militantes como Ricardo Lagos y Eduardo Frei, precandidatos presidenciales en 1989, tendrán su responsabilidad posterior al querer cerrar ese eterno término llamado “transición”.
Este concepto opera a tres niveles: política, constitucional y social. La primera ha sido tratada de manejar muchas veces por las cúpulas concertacionistas, que posteriormente se amplían. Comienza con las negociaciones secretas de 1988 y culminan con las elecciones de 2010, puesto que un gobierno de derecha triunfa luego de medio siglo sin vencer en las urnas. La segunda, comienza con la negociación que deriva en las 52 reformas de 1989, que modifican la Carta Fundamental de 1980. Su término es forzado en 2005, cuando Ricardo Lagos da por “cerrado” el proceso. Sin embargo, no podrá culminar plenamente sino hasta que no se derogue tal texto. La tercera, no puede sino comenzar en 1983 y tener su cénit en 1989. Lamentable es ver cómo la República Concertacionista desmovilizó al país y lo desintegró socialmente. El proyecto de los sectores subalternos renace con fuerza en 2006, con las movilizaciones “pingüinas”.
Con estos antecedentes es legítimo preguntarse: ¿Acabará la transición algún día? ¿Llegará esa alegría que tanto se prometió? ¿O no será que, en realidad, son dos conceptos inventados para cohesionar a la gente cuando se tiene miedo de perder las elecciones?
Comentarios
06 de julio
Diego, si bien concuerdo en términos generales en tu planteamiento, no entiendo por qué delimitas la responsabilidad en tres personas, todas ellas democratacristianas. Lamentablemente los acuerdos de la transición fueron mucho más transversales, incluyendo incluso al candidato del Pc que avaló la privatización de la educación..
Saludos
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06 de julio
Hola, Christian. Uno de los autores de base que utilizo para esta columna es Felipe Portales, en «Chile, una democracia tutelada». En este libro se ahonda en esas resposabilidades. Hay que distinguir dos tipos de acuerdos: los «implícitos» y los «explícitos». En los primeros, estas tres personas -de quienes controlaron cupularmente el proceso- se sentaron directamente a conversar con las cúpulas cívico-militares; y en los segundos, sí tuvieron culpa los demás integrantes con poder. Estos tres democratacristianos tienen una responsabilidad directa en las concesiones del tutelaje, como quedó demostrado en esa investigación que menciono al principio. .
Muchos saludos.