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Vendrán lluvias suaves: La crisis institucional y constitucional

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La crisis institucional que vive nuestro país actualmente está lejos de ser anormal o un caso fortuito producto del alza de la tarifa del metro o incluso del costo de vivir. A mi juicio – y sin decir nada novedoso- el conflicto político-social que hoy es noticia mundial, tiene una de sus causas primordiales en el reducido campo de participación de la ciudadanía como control efectivo de sus autoridades y la anticuada organización de poder que nuestra Constitución consagra.

En nuestra Carta fundante existen dos almas, dos rivales, aceite y agua, que por más remaches o experimentos químicos que quieran realizarle difícilmente podrán unirse y ser una sola: Los derechos y la orgánica estatal. Y es que son concepciones distintas, son ideas de otros tiempos y que buscan objetivos disímiles, razón por la cual por más que intentemos adaptarnos a ella nos es imposible.


Creo firmemente que una de las claves del conflicto de este estallido social y su resultado es precisamente producto de la falta de canales institucionales para encausarlo y, como no la ausencia de legitimación que tiene el sistema que nos impera representado por la Constitución

La Constitución de 1980 – o del 2005 como quieran llamarle- se sitúa en una caricatura, con esa nostálgica imagen de muchos payasos entrando a un auto miniatura donde los artistas son los derechos y el vehículo nuestra democracia: no aguanta tantos porque no está diseñada para eso. Tenemos efectivamente una mística progresista en garantizar derechos, pero los emplazamos en un sistema institucional-orgánico que ya no es más que una carreta enclaustrada en el siglo XIX que, por ende, ya no avanza –o no quieren que avance-.

No se diga que esto es un problema meramente académico por cuanto lo anterior se expone con mayor desgracia en nuestra vida cotidiana siendo este el principal motivo que la “revolución de octubre” ha atacado con toda su fuerza.

El 31 de junio de 2002, la banda Radiohead estrenaba ante sus fans españoles su ahora clásico “2+2=5” y entre aquellos versos más relevantes de la pieza musical hay algunos que resuenan bastante en estos últimos quince días:

“Me voy a quedar siempre en casa donde 2+2 siempre es 5 (…) Ahora dominan las reglas del demonio (…) Puedes aullar y también puedes gritar, pero ahora es demasiado tarde porque no has estado prestando atención”

Los ingleses supieron descifrar nuestra realidad. La idiosincrasia de nuestras autoridades políticas a lo largo de nuestra historia -salvo honrosas excepciones en esta intensa República- ha sido desconfiar de la sociedad y gobernar alejados de las mismas permeando las reglas –e imponiéndolas la mayoría de las veces- para que el ciudadano de a pie siempre se quede en casa donde 2+2=5.

Ejemplos de lo anterior en nuestra historia hay varios:

La Constitución de 1828 planteaba la idea de evaluar el éxito de su propuesta en una suerte de Asamblea durante 1836 que incluía un proyecto participativo con una ciudadanía más activa desde los municipios y por sobre todo una organización del poder más descentralizada que permitía una mayor garantía a los derechos fundamentales que en ella se consagró. ¿Qué pasó entonces? La idea política fue rechazada por quiénes habían sido desplazados del poder: los banqueros y los estanqueros quiénes buscaban nuevamente instituir un sistema que asegurara su preeminencia económica. ¿La solución? Una guerra civil;

La Constitución de 1833, la reemplazante, redactada y escrita por un solo sector de la población llegó a ser la más estable en Latinoamérica. Se impuso después de un periodo de revolución e instauró un ideario político que constriñe la participación popular al máximo con el voto censitario, fortalece el derecho de propiedad por sobre los demás, elimina las autonomías comunales y permitía gobernar en base a estados de excepción constitucional y decretos legislativos. En buenas cuentas el Presidente podía hacer cuanto quería dictando normas sin contar con el Congreso, todo bajo la fuerte premisa de establecer orden público.

Nuestra actual Constitución es tributaria de esas políticas. Y es que el problema no es el origen, aunque mucho se podría decir de él; que fue dictada por un tirano que devino en dictador, que fue aprobada por un plebiscito viciado y fraudulento, que en sus inicios consagró importantes nudos gordianos, etcétera. A mi juicio la grave disyuntiva que nuestra Carta posee no es por lo que tiene –que ya por si le valen las más de 60 reformas- sino por lo que omite: la ciudadanía contemplada en sus decisiones y en la orgánica estatal como engranaje fundamental en el control de la autoridad.

Lo anterior es lo que la hace ilegítima y la razón por la cual es un traje que no nos queda. Es imposible calzarnos una camisa o blusa que usábamos a los 5 años; por más que agrandemos las costuras y se peguen parches, lo cierto es que no podemos con ella y es porque en el caso constitucional el ideario que en ella se consagró tiene por esencia una política representativa que busca alejar al ciudadano de estos temas y que sirve a los intereses económicos de un porcentaje reducido de la población.

Para desglosar lo hasta ahora expuesto es necesario analizar los dos puntos primordiales, aunque la relación entre una y otra es totalmente indeleble: (i) La anticuada organización del poder en Chile; (ii) La falta de participación.

La organización constitucional actual pareciera que se quedó anclada en el siglo XIX. Contribuye fuertemente a una política conservadora que plasmaba un programa político en sus constituciones. De este modo, la idea de un presidente fuerte y autoritario es algo común en los otros ordenamientos jurídicos americanos (Véase la excelente y larga obra del profesor argentino Roberto Gargarella). La excusa es la de siempre: El pueblo no está capacitado por sí mismo para gobernarse.

Siguiendo el detalle que James Madison escribiera en el Federalista, la organización política nacional se bastó de un sistema representativo que enalteció la Constitución al extremo de un hueso sagrado y una obra monumental intocable que lo desconectó de la ciudadanía o más bien, lo ubicó en un muro. El objetivo del diseño acerca de cómo se organiza el poder en nuestra Carta no es otro que ponerle límites a la mayoría y proteger así a las minorías, pero no cualquier minoría -no se nos llegue a ocurrir que es la clase débil o discriminada que puede ser abusada por los poderosos- sino de aquella que implantó un sistema social neoliberal en nuestro país.

Actualmente el presidencialismo reforzado (facultad de urgencias, iniciativa exclusiva en todo lo que se relacione con el presupuesto de la Nación, entre otras), el poder-deber recurrir al Tribunal Constitucional en determinadas ocasiones, los quórums extremadamente altos y contramayoritarios, son un peligro para las decisiones políticas que se tomen y para la efectiva garantía de los derechos fundamentales. De modo tal que no existe un efectivo sistema de contra pesos ciudadano: No tenemos iniciativa popular de ley, ni hablar de referéndums revocatorios o mecanismos similares a los recall.

El punto es que si no cambiamos y tomamos el peso que se merece la orgánica institucional cualquier avance en la esfera de los derechos será inocuo. Y es que el tema de la participación en las instituciones y el control de ellas es clave en cuánto engranaje fundamental de cualquier República que se haga llamar democrática y la nuestra peca como Judas en este ámbito.

Carl Schmitt nos dice, una Constitución es legítima cuando la fuerza y autoridad del poder constituyente en que descansa su decisión es reconocida[1]. Por eso, siguiendo una lógica Rousseauniana, uno se limita por la ley porque uno ve a la ley y ve un reflejo de sí mismo, escucha su voz en ella y eso es algo que en nuestro país no ha pasado con la Carta del 80’ –o del 2005-, en otras palabras, uno respeta el Derecho en el fondo porque es producto del pueblo al cual uno pertenece, no cuando es dictada por una porción de la sociedad[2]. Así las cosas, como dirían los británicos antes citados: Ahora dominan las reglas del demonio.

Creo firmemente que una de las claves del conflicto de este estallido social y su resultado es precisamente producto de la falta de canales institucionales para encausarlo y, como no la ausencia de legitimación que tiene el sistema que nos impera representado por la Constitución.

Y me refiero al sistema neoliberal porque tengo la convicción que la sociedad se levantó contra los principios básicos del mismo: el individualismo, la subsidiaridad estatal, la protección exacerbada a la propiedad, la libertad económica sin pudor, entre tantos otros.

El movimiento popular que se levantó contra el dictador los años 1988 y 1989 fue sosegado por la política concertacionista durante la “transición” y este año no aguantó más. Esto es de suma importancia, y es que el sistema logró penetrar hasta lo más profundo de nuestra sociedad: el objetivo no era otro sino que desafectar al ciudadano de la política, generar precisamente un descontrol público; lo que después del triunfo del No era la esperanza de “la alegría ya viene” se transformó en un “De la alegría nos ocupamos nosotros, usted quédese en casa”. Y vuelve Radiohead a recordarnos: Puedes aullar y también puedes gritar, pero ahora es demasiado tarde.

De tal modo que en este estallido social, y recordando la deficitaria organización de poder que tenemos, el gobierno se vio sobrepasado por casos de desobediencia civil como lo eran las evasiones en el metro (sancionadas como una mera falta por nuestras leyes y que ellos criminalizaron utilizando la Ley de Seguridad del Estado), las que comenzaron a escalar hasta llegar a la única respuesta viable que encontraron: decretar un estado de excepción constitucional, volviendo a las viejas raigambres dictatoriales acerca de cómo solucionar conflictos políticos.

Esto se entiende porque en su ideario y en nuestra Constitución no cabe el concepto de ciudadanía más allá de los artículos 13 al 17 y alguno que otro plebiscito municipal y para dirimir un eventual conflicto de laboratorio entre los poderes ejecutivo y legislativo en una reforma a la Constitución.

Resulta terrorífico, pero el gobierno del Presidente Piñera y asesores continuaba –y continúa- con una política y un chip que provienen de la dictadura, desconociendo reformas actuales que regulan los estados de excepción constitucional y por sobre todo una institucionalidad de orden y seguridad que sigue creyendo que durante estos períodos puede actuar impunemente provocando que el INDH haya presentado el 45% de sus querellas de su historia en estos días, siendo los criminales eventos de abusos de fuerza policial los más graves y condenables de la última década en nuestro país.

Esto se explica por una razón muy simple y ya redundante a estas alturas: Nuestra Constitución no cumple con la función que debiese tener, ni les da la correspondiente participación a los detentadores primordiales del poder estatal: las personas.

Loewenstein nos menciona que en una sociedad estatal el poder político aparece como el ejercicio de un efectivo control social de los detentadores del poder sobre los destinatarios del mismo, cuestión que en nuestra realidad no sucede[3]. Aún más, el mismo autor aclara que la esencia del proceso del poder consiste en el intento de establecer un equilibrio entre las diferentes fuerzas pluralistas que se encuentran compitiendo dentro de la sociedad estatal, lo que constituye otro gran defecto de nuestra Carta fundamental, la cual consagra y prescribe un programa político de gobierno, creado e impulsado por un puñado de privilegiados.

Así las cosas y para concluir, es cierto que un cambio constitucional no resolverá el gran número de legítimas y correctas demandas de la población, pero si es urgente establecer un marco general que regule la organización y posterior ejercicio del poder para permitir una mejor garantía a los derechos fundamentales y de esta forma, mediante una estructura con ADN distinto, poder abrir la organización estatal a solucionarlas.

De modo tal que una nueva Constitución, a través de una vía participativa y deliberativa logre cumplir con su fin primordial, que como nos menciona el profesor Bassa no es más que encauzar la política a través de los mínimos consensuados por la comunidad y no reemplazarla como sucede hoy en que sirve de excusa para negar cualquier cambio transformador que propongan nuestros representantes[4].

Ahora bien, la oposición –principal promotora de una nueva carta- debe ser consciente en el modo en cómo se acerca a la democracia. Esta forma debe albergar inclusión y discusión, no como ficción, sino que como un supuesto forzoso para la vida futura ya que también necesitamos al otro por cuanto siempre estamos obligados a dar razones del porque se actúa o se piensa de tal manera bajo el riesgo de volver a repetir viejas tragedias institucionales.

La tarea entonces nos pertenece a todos; desarrollar el momento y considerarlo como lo que es: la oportunidad histórica de brindarnos por primera vez una constitución nacida en democracia. Este es nuestro momento constituyente: siguiendo la línea de Bruce Ackerman, existe hoy en día un número extraordinario de conciudadanos para tomar la iniciativa de una nueva Carta, desde luego está la posibilidad cierta para la minoría privilegiada de organizar sus fuerzas políticas, y se tiene la voluntad de convencer a la mayoría de la población para conseguir el tan ansiado nuevo orden constitucional[5].

Lo cierto es que hasta aquí lo vivido no es sorpresivo ni extraño, y si todavía lo pensamos, como nos diría la canción: es porque no hemos estado prestando atención.

[1] SCHMITT, Carl. (2011). Teoría de la Constitución. Madrid, España: Alianza Editorial, p. 137.

[2] Esta idea la comentó el profesor Roberto Gargarella en un excelente ciclo de conversaciones que organizara la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile durante los meses de agosto y septiembre de 2015 acerca del proceso constituyente y una nueva constitución en virtud de la reforma a nuestra Carta que proponía la presidenta Michelle Bachelet durante su último mandato. Véase más detalle en: http://www.uchile.cl/publicaciones/118205/proceso-constituyente-y-nueva-constitucion-politica [Consultado en línea: 1 de noviembre de 2019]

[3] LOEWENSTEIN, Karl. (1983). Teoría de la Constitución. Barcelona, España: Editorial Ariel, p.27

[4] BASSA, Jaime. (2017). Proceso ¿Constituyente? en Chile. En Constitución de la República: desafíos y propuestas (45-97). Santiago, Chile: Corporación de Promoción Universitaria.

[5] ACKERMAN, Bruce. (1999). La política del diálogo liberal. Barcelona: Editorial Gedisa.

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