Abandonar los símbolos de la cultura moderna, alejarse de sus complejas representaciones, lenguajes y formas de sentido –estos imaginarios de mundo–, en la calidad de dominantes, de operar respecto de las relaciones sociales fácticas (modernamente son las económicas y las ecológicas), es una experiencia, a su vez, difícil y compleja. Hay en esto una cuestión de ocasión y oportunidad: debe emerger una motivación social que lo haga parecer necesario; y una ocasión para la voluntad: debe haber una decisión emancipadora como negación frente a la calidad universalizaste de la dominación.
Esta también se experimenta como dispositivos orientadores de la acción social. En la medida que son efectivos, que contienen respuestas verosímiles, y que hacen funcionar lo vigente y actual, no habrá emergencia de alternativas. Lo “otro” aparecerá como ilusorio y desintegrador; sus voceros como individuos anómicos, enfermos de negatividad hacia los pilares de lo establecido.Las periódicas crisis del capitalismo económico y de la modernidad de las instituciones, demandan otras explicaciones de las relaciones con los demás
Pero explorar otras posibilidades resulta una ocasión permanente en la medida en que el sentido de lo social y el mundo de sus instituciones nunca está perfectamente logrado. El desorden y la propuesta giran en torno de ellas de diferentes maneras.
“En otros términos, si todos los días buscáramos los zapatos debajo de la cama y ahí los encontráramos un día tras otro, no habría razón para buscarlos en el armario. Solo cuando los zapatos ya no estén en el sitio donde siempre los habíamos hallado, solo entonces, tendría sentido buscarlos en otro lugar” (O. Giraldo, Méjico)
Pues, con cierta frecuencia, los zapatos sociales se encuentran y disponen de otras maneras. Hay que buscar lo perdido; hay que lograr un sentido porque el usual y cotidiano está siendo perturbado. Los procesos transformadores pueden ser lentos –-de cierta manera inconscientes para los actores en las coyunturas históricas–, o súbitos –como momentos revolucionarios de sustitución de unas dominaciones–. Hay, aparentemente, procesos de pérdida del sentido, de experiencias como vacío de mundo o absurdo social, de conflictos primero larvados y con una maduración al principio casi imperceptible, que desembocan en aceleraciones de la dinámica de las fuerzas sociales.
El mundo de la modernidad habla permanentemente de cambios –el “progreso”, por ejemplo, hoy día, de las tecnologías, y las “modernizaciones”, por ejemplo, de las instituciones de las sociedades concretas–. Por eso hay que poder distinguir si los cambios tratan del desenvolvimiento de su lógica, de su movimiento propio, o se trata de una interrupción de éste. Lo moderno exhibe sus fuerzas dominantes en la absorción de las alternativas como lo puramente novedoso. Hay que distinguir y eso es complejo. Es una experiencia de resistencia lúcida en medio de lo habitual, donde las respuestas de las instituciones permanecen como posibles –hasta que a veces ocurre la apertura–. Además, lo dominante puede regresar como restauración, como negación de la experiencia de la vida “más allá”, o mejor, la vida en una alternativa al capitalismo.
Las periódicas crisis del capitalismo económico y de la modernidad de las instituciones, demandan otras explicaciones de las relaciones con los demás. Su habilidad para descubrirlas y ofrecerlas aparece como racionalidad crítica del mundo de la modernidad. Por eso la mera negación de lo dado socialmente funciona finalmente como vehículo de conservación del sistema. El interés por la alternativa se vuelve efectividad en los momentos de crisis imposibles –-como parece levantarse en la situación ecológica actual de anuncio de la catástrofe–. Estas pueden experimentarse como un fallo sistémico, y su amenaza como circularidad de lo moderno que se devora en su propia lógica –que genera en sí mismo lo que lo destruye–.
El mapa perceptivo heredado del pasado, el modo de integrar la experiencia social nueva, es de repente sobrepasado por la facticidad de los hechos sociales respecto de las maneras de la explicación disponibles. Pues también hay una modalidad tangencial de vivencia de lo alternativo. Si lo moderno/capitalista actual se nos aparece en la función de la totalidad: el todo de la vida es demandado por el sistema –precisamente como lo que llamamos “el sistema”–, y la dominación es el nombre o señal de esta totalidad, entonces la alternativa puede manifestarse como ensayos en la escala de lo local, lo fragmentario y lo débil. La sola propuesta de lo territorialmente localizado –en una escala de lo pequeño–, resulta revolucionario en vista de las fuerzas totalizantes.
Estoy pensando en las ecoaldeas y ecobarrios como un tipo de respuesta de sentido y de facticidad concreta de lo social, que genera un mundo parcial de lo otro. La lucha de estas alternativas por su efectividad, rodeadas por los componentes de las estructuras modernas, nos muestra lo difícil de su propósito. Es una lucha por una identidad real diferente, entre las formas sociales que llaman a la homogeneidad del campo.
La crisis, aquí, no ha llegado a la de una sobrevivencia. Parece que ocurre como una voluntad de felicidad, de sanidad, respecto de unas orientaciones dominantes que se experimentan como tristeza e enfermedad. La “salud social” se representa ya como vida en un ambiente diferente. La vertiente “espiritualista” de estos ensayos quizás se deban comprender como una respuesta de lo pequeño y socialmente débil. El acudir al sentido de lo ancestral e indígena –desde una variedad de tradiciones no modernas–, puede resultar un complemento afirmativo del sentido y de mundo en las decisiones antisistema.
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