Muchas son las sensaciones que nos debieron embargar a millones de almas la noche del 25 de octubre de 2020, cuando se entregaron las cifras consolidadas del triunfo de la alternativa que abre la posibilidad de debatir de forma amplia y democrática una nueva carta fundamental para nuestra República, por primera vez en más de 200 años de historia republicana, pues a muchos se le fue la vida bregando por encauzar el debate por una nueva institucionalidad desde el retorno a la democracia en 1990.
Tanto en el palacio de La Moneda, como en los comandos y sedes de los partidos políticos que impulsaban la alternativa contraria al “apruebo” redactar una nueva Constitución política de la República, la reacción fue de incredulidad no por el triunfo del “apruebo” -el presidente de la República fue el primero en subirse al carro de la victoria-, sino por la alta movilización de electores y por el alto respaldo brindado a dicha alternativa, abriéndose todo tipo de análisis para evidenciar que no solo la izquierda del espectro político votó por la alternativa triunfadora, sino que además una buena parte de la derecha (algunos analistas afirman que la mitad) votó por abrir la puerta a un debate por una nueva Constitución política.Urge establecer listas para independientes, pero también urge que los partidos políticos se pongan a la altura y faciliten sus estructuras y plataformas a nuevos liderazgos, a jóvenes entusiastas en trabajar para transformar el futuro
Como era de esperar, desde la élite se apresuraron a declararse parte (aunque a regañadientes) de la “fiesta de la democracia” que se celebró el pasado domingo 25 de octubre, e inmediatamente se alzaron las voces para comenzar a construir un nuevo dique para la contención de las transformaciones institucionales que el 78 % de la ciudadanía que participó en la consulta abrumadoramente les dijo en su cara que es todo el sistema es el que debe revisarse.
Y se dice “revisarse”, pues porque por motivos que emanan de la imposibilidad de paralizar los servicios que provee el Estado a la ciudadanía, no se pueden cambiar o modificar instituciones de la noche a la mañana, fundamentalmente si cumplen de manera “más o menos” satisfactoria los objetivos por los cuales debe su existencia. Por ejemplo el SERNAC o el propio Tribunal Constitucional de la República (TC), donde en el primer caso se podría recuperar el proyecto de declarado inconstitucional por el TC, en lo referente a las nuevas facultades de sanción aprobadas de persecución y sanción de conductas perjudiciales y prácticas abusivas de agentes de mercado contra los consumidores, como colusiones en precios, cláusulas abusivas en contratos de adhesión, entre otras, por el Congreso Nacional.
En el caso del TC, el desafío es mayor. Es necesaria una profunda intervención en la forma de su integración y, establecer para todos los cargos públicos y/o remunerados por el erario fiscal, requisitos generales mínimos (de intachable comportamiento anterior, como también habilidades técnicas o profesionales comprobables), sin perjuicio de otras diversas que se deban establecerse en orden a la naturaleza del cargo o por el solo ministerio de la ley. El TC debe velar por el principio de la supremacía constitucional y no en convertirse en una tercera cámara revisora de proyectos de ley, en virtud de su control preventivo de la constitucionalidad de los proyectos normativos evacuados por el legislativo, mutilando o transformando con ello la voluntad soberana de un órgano del Estado.
A lo anterior debe sumarse una alta expectativa que pudo generar el histórico resultado del plebiscito. El exceso de expectativas respecto a lo que la futura nueva Constitución contendrá, puede ser una variable que pueda ser explotado de alguna manera por quien busque boicotear el proceso, por lo que desde ya se debe tener muy claro que mucho de la estructura histórica y republicana del Estado, sistema político y otras se mantendrá. Seguramente habrá transformaciones innovadoras; tal vez, como transitar del hiperpresidencialismo hacia un presidencialismo clásico o un presidencialismo parlamentario o semipresidencialismo, por plantear algunos ejemplos. Es ese el contexto en el que tanto el Gobierno y la derecha deben enfrentar, como asimismo una fraccionada oposición, la conformación de las listas de candidatos a los 155 escaños a la Convención Constitucional (más los 24 escaños reservados para los pueblos originarios).
La ciudadanía, según la encuesta realizada por IPSOS-Espacio público, se inclinaría por candidatos independientes políticamente, con experiencia en la materia, profesionales y personalidades reconocidos. En ningún aspecto se considera apoyar a candidatos de los partidos políticos en primera o segunda instancia, lo que evidencia (una vez más) la desconexión de la institucionalidad establecida para transmitir las demandas al sistema político y bajar las acciones del Estado a través de las políticas públicas para satisfacción de esas demandas.
El rol de los partidos políticos es de gravitacional importancia para el sistema político, pues sin su existencia, dejan sin una regulación formal e institucional de las demandas ciudadanas y sin una comunicación entre la base de la voluntad soberana, se entrega ese espacio a agentes libres donde se impondrán los más fuertes, emergiendo los cacicazgos y alimentando una ingobernabilidad crónica. Ese es el riesgo de dejar fuera a los partidos políticos, por lo que estos tienen una tarea titánica en limpiar su imagen, volverse a la ciudadanía de forma íntima y, principalmente, haciendo de la rendición de cuentas y la transparencia la piedra angular de la relación política entre el gobierno, el Estado, los partidos políticos y la ciudadanía.
Urge establecer listas para independientes, en efecto, pero también urge que los partidos políticos se pongan a la altura y faciliten sus estructuras y plataformas a nuevos liderazgos, a jóvenes entusiastas en trabajar para transformar el futuro amargo que nos legó la actual institucionalidad política. Aún estamos a tiempo.
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