El primer perjudicado en un atentado como el ocurrido el día lunes es la víctima, pues es quien sufre las consecuencias directas de un acto que afecta su integridad física y mental, mientras que el segundo damnificado, pareciera ser siempre la razón y como daño colateral, el debate. Precisamente ahí, radica el gran triunfo de los autores de este hecho, en que cualquier calificativo reprochable parece quedar pequeño. Terror, atrocidad, demencia, son sólo algunos de los epítetos que han abundado los últimos días para describir una acción -impresentable a todas luces – donde el sentido pareciera naufragar en un mar de opiniones, comentarios y declaraciones como consecuencias reactivas del suceso, pero es precisamente aquí, donde el inmutable rechazo, debe dar paso a una actitud de reflexión que permita abordar el problema antes de que efectivamente el fuego, las esquirlas y el humo cobren una nueva víctima, permitiendo que la agenda de la violencia se imponga una vez más.
La semana pasada, los noticieros daban cuenta del ataque a un periodista que cubría la marcha en conmemoración de un nuevo aniversario del golpe de estado, más grave aún, fue que no contentos con los golpes, los atacantes rociaron de combustible al reportero intentando prenderlo –sin éxito- cual pira humana, en una acción más propia de cavernícolas que no logra ensuciar el homenaje realizado a las víctimas de la represión en este país, pero sí el sentido con que se presenta la noticia a la hora del recuento.
La lógica se desvanece y florece la demostración de que la violencia una y otra vez vuelve a tomarse de la agenda pública, generando impacto y revuelo, provocando declaraciones de los mismos sectores que justifican o justificaron su implementación
Sin embargo, aparte del rechazo transversal a esta acción criminal, sale a flote la tremenda paradoja que representa un hecho de estas características, pues, si recordamos bien, el año 86 en el marco de las protestas contra la dictadura cívico-militar encabezada por Augusto Pinochet, se cometió uno de los crímenes más atroces ocurridos durante la década del 80, cuando una patrulla militar procedió a quemar vivos al fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri y a la estudiante Carmen Gloria Quintana, falleciendo el primero después de una agonía de 4 días y dejando a la segunda con graves quemaduras y el impacto emocional de haber sido víctima de un hecho que está más allá de cualquier grado de humanidad, es decir, la lógica se desvanece y florece la demostración de que la violencia una y otra vez vuelve a tomarse de la agenda pública, generando impacto y revuelo, provocando declaraciones de los mismos sectores que justifican o justificaron su implementación como forma de posicionar e imponerse, es decir, el hecho violento no sólo se convierte en causa y consecuencia, sino a un nivel simbólico, permite transmitir el mensaje de quien no tiene argumentos e ideas para legitimar y sustentar su proyecto.
En este último sentido, la violencia, provenga de la institucionalidad o se origine en el seno de la sociedad y su entorno, no puede dejar indiferente a nadie. Es más, las medidas reactivas en seguridad que se exigen de un sector, no sólo deben ser enfocadas al trabajo de una parcialidad, sino que deben nacer como fruto del trabajo conjunto, que más allá de las declaraciones pequeñas – y calculadas –, las portadas sensacionalistas y las notas que buscan causalidad mezclando peras con manzanas haciendo eco y amplificando el efecto del hecho, busquen la intervención y las mejores herramientas para lograr aislar este tipo de conductas con políticas públicas de prevención y control eficientes, siempre con la mirada puesta en una reflexión crítica, que identifique las falencias de un sistema, que le ha permitido creer a un grupo de personas que la mejor forma para expresar su disconformidad y posicionarse, es mediante el daño hacia otros.
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