En marzo del 2018, tras asumir su segundo mandato, Piñera propuso a la oposición detener la guerra declarada por su propio conglomerado durante el período anterior (cuyo objetivo era la destrucción del programa de gobierno de Bachelet), y planteaba de paso a la ciudadanía detener cualquier expectativa de cambio estructural. Aquello se sintetizaba en un documento de cinco puntos donde se explicaba la propuesta de crear una transición 2.0, algo que ya se había anunciado en su primer gobierno. A través de una nueva política de los consensos, se buscaba un pacto que consolidara el proyecto neoliberal, realizando a cambio pequeñas concesiones culturales, en la medida de lo posible.
Ese plan buscaba un gobierno de centro derecha y derecha que se extendiera por más de una década, sin contrapesos, sin conflicto social, y con una oposición débil y sin agenda. Dirigentes políticos de los partidos de la entonces oposición declaraban también la necesidad de recuperar un sentido político abstracto, evitando el personalismo. Por tal razón, los llamados a no centrar ese cambio de época en la figura de Piñera fueron explícitos. Al respecto, se sostenía que el objetivo central era que Piñera cerrara el círculo de 1988 y emergiera posteriormente un presidente de la nueva alianza de derecha ampliada, que proyectara un programa de largo plazo que hiciera desaparecer el fantasma de Pinochet, donde ese próximo liderazgo no estuviese relacionado con el plebiscito de 1988.Desde 2011 apareció un mini estallido por año, una colección de demandas históricas que explotaban controladamente en un sistema incapaz de incorporarlas, dentro de ese armazón rígido, oxidado y pesado de la herencia cultural decimonónica de la élite chilena. En octubre del 2019 todo estalló en mil pedazos
Aquello, evidentemente, murió antes de nacer. El legado de Piñera no solo no estuvo a la altura de las expectativas de esa transición 2.0, sino que fue inferior de lo imaginado, incluso a los ojos de los opositores, al punto de ser llamado el peor gobierno de la historia por algunos políticos y actores sociales.
Pero, ¿por qué la obsesión con una segunda transición? Este período particular de la historia chilena tuvo como gran característica el retorno a una democracia de “baja intensidad” pero sin desmantelar elementos estructurales diseñados en dictadura. Entonces, si consideramos en la politología la idea de transición como un proceso de viraje desde el tutelaje de una dictadura civil y militar a un estadio futuro de democracia, había que sincerar el proceso de base: los encargados de “tutelar” este proceso creían que la transición en sí era la meta deseable, mientras que para otros, este camino debía tener una fecha de cierre para poder llegar a la meta de una democracia propiamente tal. Dicho lo anterior, podemos sostener que la melancolía noventera de buena parte del empresariado chileno, la derecha política y el mismo Piñera estaba puesta en el recuerdo de un diseño en que la clausura a cualquier cambio estructural en lo político y económico se hizo a cambio de algunas concesiones culturales (siempre que estas no se relacionaran con asuntos valóricos). El acto nostálgico de «volver a los 90», pretendía imaginar que el cansancio y la frustración acumulada a través de los años se podían suspender, y reconducir como si se tratara de un asunto de mera energía acumulada, como un fenómeno propio de la física. Y con eso, volver a ese canje, que en algún momento fue preconizado como “política de los acuerdos”.
Lo cierto es que el tiempo mostró que el concepto en cuestión se rebeló contra el intento de contención al que había sido sometido. Mientras la llamada clase política, junto al empresariado, analizaban animadamente los límites expansivos del proyecto pospinochetista, e incluso gente como Piñera imaginaba la locura misma de la transición 2.0, desde abajo surgía un malestar creciente que se acumulaba ante el impasible “no se puede” impuesto en 1990.
Podemos rastrear señales de alerta incluso desde fines de la misma década de los ’90, pero es tras las manifestaciones del 2011 que “el modelo”, tal como había sido planificado, evidenció fisuras estructurales, siendo así cosa de tiempo para su desplome. Frente a la jaula de hierro que ante cada demanda de cambio respondía “es imposible” se recuperó la frase sesentayochista “seamos realistas, pidamos lo imposible”. Como si se tratara de un enjambre sísmico de escala mayor, desde el 2011 apareció un mini estallido por año, una colección de demandas históricas que explotaban controladamente en un sistema incapaz de incorporarlas, dentro de ese armazón rígido, oxidado y pesado de la herencia cultural decimonónica de la élite chilena. En octubre del 2019 todo estalló en mil pedazos; todos los imposibles, incluyendo el absurdo mismo de la transición 2.0 de Piñera, que en paz descanse junto a su legado.
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