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La humildad en la política y la vida pública

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Los políticos deben confiar en el trabajo colaborativo, apostando por la construcción colectiva. Los nuevos liderazgos deben fundamentarse en el liderazgo compartido, que supone la distribución de funciones y responsabilidades.

La política tradicional jamás se ha caracterizado por ser un terreno fértil para la humildad. Parte de los problemas de una determinada concepción de la democracia representativa reside en prácticas arrogantes y actitudes pretenciosas de algunos de nuestros representantes. Estos déficits son, muchas veces, algo más que una conducta personal y reflejan la punta del iceberg de la corrupción en la gestión honesta de los recursos y las responsabilidades.

Y también una concepción de la autoridad política basada en los privilegios y no en el servicio público. La humildad se opone a la autosuficiencia, a la arrogancia, a la soberbia, valores más propios de los autoritarios que de los demócratas. De los reaccionarios más que de los innovadores.

Humildad, como ética de la política

En tiempo de hiperliderazgos mediáticos y de superhéroes sociales, la humildad, poco a poco, ha comenzado a recuperarse como una virtud política que los ciudadanos valoran, y mucho. El presidente uruguayo, Pepe Mujica, por ejemplo, ha logrado convertirse en un ejemplo de austeridad, por su carácter campechano, por su sobrio rancho, por su Volkswagen modelo 87 y, también, por su modestísimo vestuario. Tanto es así que ha sido definido en varias ocasiones como «el presidente más pobre del mundo». Quizá, por esta misma razón, sea uno de los políticos más valorados y respetados.

La sencillez de Mujica no es un posado, ya que en sus apariciones públicas se ha convertido en un casi militante de la humildad. Es auténtica, y conmueve por sincera. Por ejemplo, en su discurso en la última cumbre del Grupo de los 77 (el grupo que aglutina a los países en vías de desarrollo), hizo un llamamiento a terminar con la «cultura del despilfarro», a no copiar los valores del «occidente industrial», en lo que pareciera una actualización de la histórica frase de José Carlos Mariátegui («No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica».).

La humildad de Mujica, entendida también como reconocimiento de debilidades y errores, pudo percibirse en las declaraciones que hizo a la prensa cuando quebró la aerolínea Pluna; en ese momento, el mandatario uruguayo, además de asistir en sandalias, exhibiendo –sin pudor– sus descuidadas uñas, reconoció haber fracasado en el plan para la reactivación de la compañía aérea. Por su personalidad −tildada a veces de excéntrica− y por sus hábitos y rutinas, Mujica ha logrado ocupar la portada de innumerables medios internacionales. Dirige con ejemplaridad. Su autoridad moral avala y precede su autoridad política.

Otro ejemplo de sencillez y humildad en política lo encontramos en la República Dominicana. Su presidente, Danilo Medina, ha destacado por su proximidad −reflejada en las visitas sorpresa que lleva a cabo−, transformándose en el líder con uno de los mejores índices de aprobación en Latinoamérica.

Humildad, como práctica de lo público

Hoy el mejor ejemplo de liderazgo humilde lo encontramos fuera de la política, aunque también en una figura pública de eco global. Sin duda alguna, el papa Francisco es quien está contagiando a todos los líderes mundiales. En los ya 16 meses de su papado ha logrado imponer un estilo modesto y humilde. Modesto en las formas: desprendiéndose de sus oropeles apenas fue elegido, viviendo en la residencia para huéspedes Santa Marta −escapando del lujo del Palacio Apostólico Vaticano− y viajando en un Ford Focus.

Y humilde, también, en el fondo, en los contenidos, realizando innumerables actos simbólicos (como el lavamiento de pies a reclusos en el Jueves Santo del año pasado y a personas con discapacidad en el de este año; como sus paseos por las calles, donde se confunde entre la gente y los niños, en sus confesiones públicas, etc.).

Una humildad que vive, pero que además predica, como hizo el año pasado en una de sus homilías matutinas −sin duda, otro símbolo de humildad−: «No se puede gobernar al pueblo sin amor y sin humildad. Y cada hombre, cada mujer que tiene que tomar posesión de un servicio público, debe hacerse estas dos preguntas: ¿Amo a mi pueblo para servirle mejor? ¿Soy humilde y oigo lo que dicen todos los otros, las diferentes opiniones para elegir el mejor camino?». El papa Francisco ha construido su identidad, su ethos, en torno a la humildad, un perfil bajo que, paradójicamente, le llevó a ser nombrado la persona del año por la revista Time y portada de la revista Rolling Stone.

La humildad, como actitud para liderar

Decía Marco Tulio Cicerón: «Cuanto más alto estemos situados, más humildes debemos ser». Muchos afirman que la austeridad y la humildad se han vuelto meros recursos de la comunicación política. Pero, bajo mi punto de vista, los liderazgos humildes son la respuesta a una demanda creciente de la ciudadanía que busca más ética y compromiso. Más poder ejemplar. Más auctoritas. Cada vez más queremos dirigentes como nosotros; las nuevas generaciones están creciendo en la horizontalidad de la red, donde la jerarquía poco importa. Hoy estamos conectados y más informados que antes, no se legitima un modelo de liderazgo que trabaje en solitario, aislado o distante. La humildad es una de las virtudes que les exigimos a los nuevos dirigentes.

Se impone, entonces, una nueva concepción del poder: el soft power, el poder blando. Ahora gana quien seduce, quien contagia, quien acompaña. Decía el poeta León Felipe: «No hay que llegar solos y primero, sino con todos y a tiempo». Los políticos deben confiar en el trabajo colaborativo, apostando por la construcción colectiva. Los nuevos liderazgos deben fundamentarse en el liderazgo compartido, que supone la distribución de funciones y responsabilidades.

Implica reconocer que la legitimidad política y democrática para gobernar ganada en las urnas debe ir acompañada, permanentemente, de una concepción humilde en la gestión del poder. Nunca se tiene tanto, en una democracia, y si bien es cierto que la mayoría de los cambios sociales se puede hacer desde las instancias ejecutivas y legislativas, también lo es que los cambios de fondo solo se consiguen con alianzas sociales, público-privadas, entre representantes y ciudadanos.

Un gobierno abierto y corresponsable es, para que sea eficaz, de naturaleza humilde.

La humildad y el respeto

Conviene asociar la virtud de la humildad a otras virtudes políticas y, especialmente, a la actitud de respeto a la ciudadanía. En la política democrática es fundamental el respeto del político, del representante, a los ciudadanos, a sus representados. En este sentido, la humildad es una muestra más de esa actitud básica de respeto.

Así lo explica Michael Ignatieff en su estimulante libro «Fuego y cenizas», donde cuenta su experiencia política, de la que extrae provechosas lecciones del fracaso en política. Dice Ignatieff: «Los ciudadanos saben la diferencia entre alguien que busca su aprobación y alguien que busca su respeto. No siempre tienes que ser popular para tener éxito. No necesitas gustar a tu gente, pero su respeto es esencial. Deben notar que eres una persona íntegra y que estás esforzándote por ellos».

A la soberbia, la arrogancia, la autosuficiencia y la ostentación, se imponen la humildad, la empatía, la sencillez, la autenticidad.

A los viejos liderazgos, se imponen nuevos liderazgos. Y nuevos valores. Nada hay más revolucionario que los valores. Y de entre todos, la humildad es la condición y el ejemplo de la nueva política.

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