¿Qué hace que una democracia sea vitalmente activa?
El sistema democrático es una mixtura fina entre reglas y valores que conviven entre nosotros. Su aplicación cotidiana va configurando la percepción que tenemos de ella y con ello la intensidad de nuestra adhesión.
Hay personas en que esa adhesión es fluctuante, razón por la cual la democracia no constituye convicción. Otros, de modo ejemplar, como Jaime Castillo Velasco (fundador y presidente de la Comisión Chilena de Derechos Humanos), señalaba que había que ser «extremistas del diálogo», en una relación de fondo con la idea que tenía del sistema democrático.
El termómetro de respaldo de la democracia se desploma cuando se pierde la confianza en la eficiencia y eficacia que ofrece, como por ejemplo, cuando deja de ser proveedora de bienes comunes o no logra dar a cada uno lo suyo (Tomás de Aquino sobre la Justicia). Por el contrario, cuando ocurren eventos como el plebiscito constitucional del 25-O, o el anterior del 5 de octubre de 1988, la adhesión sube como un disparo de esperanza y se manifiesta como efecto simbólico en nuestras propias reflexiones, y hasta los más escépticos tienden a cuestionarse.El proceso constituyente significa una oportunidad para renovar el pacto social y para darle forma a la democracia nueva a través de una conversación sensata sobre el futuro de nuestro país, sin vetos.
La democracia chilena tiene déficits, y de ahí, que los síntomas han terminado gatillando los sucesos políticos a los que asistimos. Es defectuosa en términos de reglas que se expresan en el contenido valórico, es decir, en la representación simbólica y estética que transmite. Si un sistema de convivencia que busca establecer mínimos comunes (A. Cortina) para relacionarnos, y no logra su propósito de conseguir mínimos civilizatorios (Bobbio), no será poco frecuente que la adhesión se torne débil.
En ese sentido, el proceso constituyente significa una oportunidad para renovar el pacto social y para darle forma a la democracia nueva a través de una conversación sensata sobre el futuro de nuestro país, sin vetos. Es cómo se dice en la vieja Inglaterra, un tiempo para la «discussion» (diálogo razonado).
La nueva etapa que se abre, no se hace en un tiempo vacío. La intensidad del ritmo de la historia es especialmente particular por los efectos de la pandemia, pero también, por la influencia de la revolución tecnológica que ha visto pasar en la política y en la sociedad un modelo de fake news y de influencia de redes sociales que llama a volver a la retaguardia en un equivocado contrafactual del momento contemporáneo. Si contamos con una globalización instalada, una interconexión que cruza fronteras, y aún cuando derrame tensión por el diferencial generacional y de colisión de elites v/s ciudadanía, las «cosas culturales» sigue desplegándose rápidamente, enfrentando los aires de nacionalismo.
Es por ello que resulta importante reafirmar en este debate los valores asociados al bien común, a la justicia, a la igualdad ante la ley, al acceso a ciertos bienes públicos y a un sistema de reglas para la toma de decisiones. Cuando la comunidad mayor, el pueblo, observa que esos principios tienen pertenencia en su vida cotidiana, la democracia refuerza la idea de paz y cohesión social y puede encarnar, de esa forma (y través de la política), los valores que promete.
Byung – Chul Han, coreano alemán formado en Friburgo, la cuna de Heidegger y a escasos pasos de la vieja Heidelberg, en el límite con Francia, ha desarrollado en su imprescindible libro «La salvación de lo bello», un capitulo que denomina «Política de lo bello», donde señala de un modo elocuente en una de sus partes: «La política de lo bello es una política de la libertad. La falta de «alternativas», bajo cuyo yugo trabaja la política actual, hace imposible la acción genuinamente política. La política actual no actúa, sino que trabaja».
Entonces, hay que ir por el juego limpio, por el juego ético, por no confundir los intereses de grupo y pensar en grande. No trabajar, sino que actuar. Uno modestamente esperaría que los 155 constituyentes, sean aquellas y aquellos mejores que van a debatir sobre el fondo y van a entrar en un trance particular proyectando los próximos 40 años de Chile, con renovada convicción sobre lo que representarán y con la firme determinación de dar a la política un lugar para lo bello, dejándose impregnar por un ideal de aquella que actúa cuando hay una necesidad histórica.
Triste sería, en los albores de una democracia nueva, que se hiciera carne el viejo poema de Vicente Huidobro en este proceso: «Eramos los elegidos del sol y no nos dimos cuenta; fuimos los elegidos de la más alta estrella y no supimos responder a su regalo…».
Nuestra tarea, como país, es responder al regalo posible de reencontrarnos y ser extremistas del diálogo hasta hacer nacer un Chile para las próximas décadas, una democracia nueva.
¿Qué hace que nuestra democracia sea vitalmente activa?
Nuestra capacidad de conversar y de construir esa «casa de todos» de la que venimos hablando desde hace ya una década.
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