De la mera observación, podríamos decir que existe un principio que rige la estrategia política comunicacional del Gobierno: “si no puedes gobernar, al menos trata de dominar la conversación pública”. Parece que la lógica es que se discutan muchas cosas para que no se debata ninguna, que los medios se preocupen de los enemigos poderosos imaginarios para que no se ponga el foco en los problemas reales, que la agenda se multiplique para que no haya ninguna agenda.
Esto se hace más evidente en acciones como la que acaba de anunciar el gobierno ante el fracaso de la realización de la PSU: querella contra los jóvenes dirigentes que convocaron la movilización solicitando la aplicación de la Ley de Seguridad del Estado.Son los jóvenes los protagonistas por excelencia, los grandes gestores del Estallido Social que cambió nuestro país.
A pesar de lo increíble que resulta la reacción del gobierno, que enfrentó con una liviandad tal una problemática que es histórica y que sigue negando e intentando aminorar en su discurso, de modo sistemático, el daño que produce su desgobierno, nos interesa pensar este asunto desde la juventud como concepto y en el uso y abuso que suele darse en torno a él.
Lo primero, y que resulta obvio, es que la juventud es una categoría sociohistórica. Esto significa que no es lo mismo ser joven hoy que ser joven hace cincuenta años, hace cien o en la antigua Grecia. No sólo porque varía el rango etáreo, sino también porque varía el estatuto que se le da a lo que se considera como juventud en cada cultura.
Hasta antes del 18O, la importancia que se le otorgaba a la juventud era indiscutible. El statu quo cortejaba a la juventud, la usaba y todo el tiempo proponía o creaba una serie de mandatos a partir de ella. Existía una estética que producía toda una economía de mercado y que la conviertía en un paradigma orientador de consumos y actitudes. Por una parte, hace algunos meses se discutía acerca de si la juventud podía circular libremente por las calles sin la compañía de un “adulto responsable” (intentando imponer un “toque de queda” en algunas comunas) y, al mismo tiempo, se le imponía a los adulto que tuviera o cultivara características propias de los jóvenes, como ser siempre un ser activo, actualizado y renovado, la exigencia de la tersura de la piel, etc.
Y todo cambió. Son los jóvenes los protagonistas por excelencia, los grandes gestores del Estallido Social que cambió nuestro país.
Por supuesto, no existe un reconocimiento de los valores propios de la juventud, con sus efervescencias luminosas, como su poder de renovación, de emergencia social, de novedad, el rol que han jugado siempre en los cambios históricos o la función de relevo que deben cumplir de la función política.
Requerimos, con urgencia, una mirada crítica en los discursos de las autoridades. ¿Qué es ser un adolescente pobre, por ejemplo, un foco privilegiado de vigilancia y control? Qué tiene nuestra cultura para un adolescente deprimido, además de la ingesta indiscriminada de medicamentos?
Lo que no siguen viendo es que se trata de jóvenes que necesitan cuidado y no criminalización, modelos de autoridad positiva desde un modo afectivo. Una protección que no sea policiaca ni paternalista, una protección afectuosa. Relatos y discursos, una cultura que les permita desarrollarse de un modo afectivo en el mundo. Un protagonismo que les permita ser reconocidos como los constructores de una sociedad más justa, menos desigual, una bandera que los ha volcado a las calles del país, que es el lugar donde ahora deben ser protegidos.
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