En el siglo XVII, el científico y filósofo francés Blaise Pascal ya entreveía el engaño chauvinista a la base de toda contienda armada: “¿Puede haber algo más ridículo que la pretensión de que un hombre tenga derecho a matarme porque habita al otro lado del agua y su príncipe tiene una querella con el mío aunque yo no la tenga con él?”
Fue durante mi niñez, en una primavera florecida en Temuco, que me levanté mirando ese fuerte sol matinal desde mi ventana que enfrentaba al derrotado cerro Ñielol. A través los humedecidos vidrios, pude distinguirlos a trote firme y en filas perfectas, girando desde la calle Prat, hasta alcanzar el pastelón central de la antigua Avenida Balmaceda. Vistiendo camisetas blancas de manga corta, pantalones y botas militares, los conscriptos coreaban versos de amenaza apilados en rabiosos y marciales himnos. Cuando se es niño estas escenas son, a la vez, sorprendentes e intimidantes. Los cánticos patrioteros prometían asesinar a docenas de argentinos, peruanos y bolivianos, encumbrando aquel odio como el belicoso aullido de la jauría. Sobre los adoquines de la antigua avenida, el canto militar se volvía juramento de guerra, un compromiso de morir por la patria, una búsqueda del esquivo honor, sólo merecido con la propia muerte en el campo de batalla u obtenido con la vida interrumpida para siempre del enemigo doblegado.
Era la década de los ochenta y la jauría aparecía una vez por semana, con la misma monserga chauvinista. Sin embargo, durante nuestra niñez nunca pudimos encontrar una explicación satisfactoria que relacionase el honor y el patriotismo con el asesinato de personas de países vecinos. Desafortunadamente, en este caso, la historia es cíclica. Pocos años atrás casi nos habíamos embarcado en una guerra fratricida con Argentina. Y hasta el día de hoy las castrenses melodías aún exudan xenofobia, racismo y nacionalismo. En febrero de 2013, el gobierno boliviano presentó un reclamo formal al gobierno de Chile por el contenido xenofóbico de los cánticos que entonaba un grupo de soldados, mientras trotaban en Viña del Mar. “Argentinos mataré, bolivianos fusilaré, peruanos degollaré”, destilaban los brutales versos parafraseados por más de cincuenta cadetes de la Academia Naval.
Lo que no saben estos querubines es que nunca en una guerra se muere por la patria, sino que por las siderales ganancias de los que profitan de una contienda bélica. Son los grandes intereses económicos, casi siempre privados, los que arrojan a multitudes de plebeyos a aniquilarse mutuamente. En el caso del diferendo marítimo que tuvo en ascuas a Perú y Chile en la Corte Internacional de la Haya, los grupos económicos miraban complacidos sus calculadoras. Quizás era el grupo Angelini el que, temiendo un fallo adverso, preveía una merma en sus negocios pesqueros. Horas antes del fallo, mientras tropas chilenas y peruanas se acuartelaban en la frontera, los chicos Forbes, es decir, los Matte, los Solari, Cúneo o Paulmann, entre otros, ya contemplaban para el 2014 -cualquiera sea el resultado- un aumento de la inversión en Perú de alrededor de mil millones de dólares, con relación al año 2013. Es interesante constatar, una y otra vez a través de la historia, que todo conflicto bélico es más que todo un excelente negocio. Y que la guerra sólo es factible cuando estos intereses económicos se ven seriamente afectados o cuando un enfrentamiento militar provee de suculentos retornos para hacer crecer o crear nuevos mercados.
En las lides de la jauría, los “machos alfa” saben a la perfección qué hacer con la manada. En el siglo XVII, el científico y filósofo francés Blaise Pascal ya entreveía el engaño chauvinista a la base de toda contienda armada: “¿Puede haber algo más ridículo que la pretensión de que un hombre tenga derecho a matarme porque habita al otro lado del agua y su príncipe tiene una querella con el mío aunque yo no la tenga con él?” -escribió Pascal, en “Pensamientos”, recopilación póstuma aparecida en 1670. Y, efectivamente, en el 2014, mientras los chicos de ropa militar continúan canturreando su xenofobia servil y santifican permanentemente sus afilados corvos y sus relucientes fusiles, la fraternidad latinoamericana sigue supeditaba a los balances trimestrales del capital financiero y de la industria armamentista.
De lo menos que se avergüenzan estos jóvenes es de su pueril ignorancia. No saben para quiénes trabajan, aunque eso sea responsabilidad de todos(as) nosotros(as). En octubre de 2012, el premio nacional de historia Gabriel Salazar señaló que los militares debían salir de la burbuja de sus cerradas instituciones formativas y encontrarse con nosotros(as), la sociedad civil, en universidades y colegios. Es que en la diversidad de la vida civil -y no sólo en la vida uniformada- podrán comprender los lazos fraternos que nos unen con los demás pueblos latinoamericanos. Sólo entonces, el corvo y el fusil dejarán de exhibir el filo de la xenofobia y un calibre nacionalista. Así, por fin, en medio del juego de los lobos, todos estos jóvenes descubrirán algún día quiénes son los que furiosamente los llaman a la guerra.
(*) Publicado en la revista «Bufé Magazin de Cultura» y en el blog del autor «Estados Fronterizos«
Comentarios
28 de enero
Excelente trabajo…felicitaciones al autor…harta falta que nos hacen trabajos como el suyo…ágiles en lo escriito,.responsables en la afirmación…me preocupa la falta de comentarios ante una tan interesante crónica.
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31 de enero
mola mazo
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01 de febrero
¡Uy!, sí, en verdad que cuesta entender la motivación asesina de los soldados, habida cuenta la ascendencia bovina de la especie humana… ¿Que le cuesta entender los cánticos homicidas? Don Oscar, es usted bienintencionado como cordero, pero parece no sabe de la condición humana en nada de nada. Cito: «Al hórrido estruendo del bronce terrible, el héroe invencible se lanza a lidiar.» Y también cito: «Canta, ¡oh, Musa!, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo; cólera funesta que causó tantas calamidades a los aqueos, que precipitó en los infiernos las vigorosas almas de multitud de héroes, y que entregó sus cuerpos a la presa de los perros y de las aves todas.» Hay mucho en común pese a los años y la distancia. También se lo ve en el cine, en la televisión, en los video juegos, en todos lados. ¿Sabe por qué nos matamos menos que antes? Por el consumo, por economía, porque hemos aprendido que rinde esto de dedicarse a la producción y al comercio, pero no lo olvide, somos animales, y animales particularmente violentos. Nos place la sangre, la adrenalina, la muerte y el estruendo de la guerra. El derecho es una ordenación forzada, impuesta con correa y bozal, tanto de la violencia como del sexo, en pro de la economía. Y la paradoja es que los latinoamericanos, como sabemos menos de todo; menos de historia, menos de sociología, menos de psiquiatría, ahora que consumimos como nunca, fofos nos revolvemos en los asientos y decimos para dentro, «esto está mal, me falta algo. No sé qué, pero empieza a aburrirme esto del consumo.» Somos todos asesinos reprimidos. Pero no lo sabemos por criados con caricaturas de ojos grandes y redondos.
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01 de febrero
Bueno, una forma de ver las cosas es apelar a la «condición humana», a ciertas características «naturales» que se encontrarían en nuestra especie, independiente de los contextos históricos y de las relaciones de poder que estructuran la vida social de hombres y mujeres. Son las llamadas interpretaciones esencialistas las que ubican en el mismo individuo el carácter violento de hombres y mujeres, además de su propensión a la destrucción de otros seres humanos. En tal sentido, entiendo su atribución de candidez a mi texto y su conclusión -desde su posición esencialista- acerca de que no entiendo nada de nada la condición humana. Y es que lo que ocurre es que no comparto esa idea de la condición humana, ni de su carácter naturalizado. Creo en que la violencia y otros comportamientos de los seres humanos son construcciones sociales que se incrustan en relaciones de poder. Es decir, tienen un contexto específico que consiste -en la mayoría de los casos- en relaciones de dominación y, muchas veces, de explotación. Esa interpretación es más «politizada», es decir, interpreta los comportamientos sociales en un contexto de relaciones desiguales de poder. Si se fija, en cierto sentido las nociones esencialistas, con sus apelaciones a una supuesta condición humana, abordan los comportamientos sociales ubicándolos predominantemente en los individuos, invisibilizando el contexto de relaciones de poder y/o dominación en que surgen y se desarrollan. Y, paradojalmente, me parece que también hay cierta candidez en esa noción esencialista y despolitizada; es decir, en aquella forma de ver las cosas que concluye que un problema eminentemente político, como la guerra y la violencia contra otros seres humanos, se circunscribe a ciertos rasgos de los individuos y a una inexorable condición humana.