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El debate como forma de participación y el #ProcesoConstituyente

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Una vez verificado desde el Gobierno el anuncio de un proceso de discusión para la reforma constitucional a principios de este año, la reacción inmediata que se enarboló en los estratos partidistas fue inocente y grotesca. Por un lado, se podía oír en ciertos círculos institucionales oficialistas una vergonzosa hipervaloración del proceso, indicándolo como la panacea que respondería al fin a las exigencias sociales que tanta efervescencia han demostrado en el último tiempo. En la incomprensible lógica de la Nueva Mayoría,  la apertura de un proceso de participación y discusión que pusiera materias y tópicos  constitucionales en boca de  los ciudadanos, venía a reemplazar la tan anhelada y necesaria  asamblea constituyente. Otra muestra de la miopía recalcitrante de una coalición política agonizante y desorientada, que se ha vuelto especialista en evitar las decisiones esenciales articulando como treta un discurso conciliador y timorato, que no hace más que confirmar el deplorable status quo en el que está sumido nuestro país.


Una sociedad que no valora los derechos fundamentales vinculados con la participación política y su función inherente está muy lejos de lograr reivindicar los derechos sociales que tanto urgen en nuestro país.

En el otro lado, la reacción fue todavía peor. Quienes no consideraron la posibilidad de una reforma constitucional como el inicio de una tragedia populista -comparándonos con Venezuela o Ecuador- optaron por una crítica reaccionaria y conformista, calificando el proceso como innecesario. Y como guinda de la torta, se  promulgó una perspectiva clasista que rasgó vestiduras por la democratización de las discusiones políticas, negando la legitimidad -e incluso la capacidad- del ciudadano promedio para tratar aristas de una reforma constitucional.

Ante este escandaloso panorama político en el que la seriedad y la racionalidad parecían nociones totalmente olvidadas, la opinión pública volcó su aparataje en promocionar los encuentros auto-convocados reafirmando la perspectiva oficialista y solo en casos excepcionales el análisis incluyó las sospechas y desconfianzas respecto del proceso de discusión constituyente.

La respuesta de la gente no distó mucho de lo que viene ocurriendo hace años. La percepción generalizada fue simple y certera, caracterizó el proceso como una forzada forma de legitimación del mismo modelo. Así las cosas, no era difícil vaticinar las estadísticas. Según el informe del Comité de sistematización del proceso, solo 100.099 personas participaron en los 7575 encuentros que tuvieron lugar a nivel nacional. A partir de ello, únicamente un analista en extremo optimista consideraría tales cifras como un éxito.

Desde un prisma crítico, lo que resulta preocupante aquí no es la evidente inutilidad del proceso constituyente sino la absoluta indiferencia respecto de los espacios de participación. Siendo realistas, el proceso configurado por el oficialismo es más una pantomima de asamblea constituyente que una instancia efectivamente útil, una pirotecnia discursiva que busca convencer a la ciudadanía de su injerencia en un conjunto de decisiones políticas cuando en realidad su opinión en última instancia no es vinculante. No obstante, la desconfianza y la sospecha que ha proliferado, representan un síntoma dramático de un problema mayor. Asumir que la participación política y la colisión de ideas  tiene validez e importancia solo en la medida de que ‘mis’ ideas resulten consagradas o tomadas en cuenta por la autoridad, es una perspectiva pretenciosa, efectista, egoísta y limitante.

 La principal virtud del debate político es la capacidad formadora, pedagógica y constructiva que posee, más allá de quien triunfa o quien se impone en la contingencia, debate privilegia el análisis, la perspectiva crítica y la fundamentación racional de ideas. Valores tan necesarios en el escenario político actual. La discusión de los principios políticos y jurídicos que rigen una sociedad constituye un fin en sí mismo, y se configura como la instancia de participación por antonomasia, toda vez que requiere un grado de profundización por parte de quienes la practican. Esa necesidad de involucrarse de manera informada en el análisis de la ‘Res pública’ supone un compromiso intelectual serio. Solo mediante este constructo se puede cimentar un sistema funcional y justo de organización para las sociedades democráticas. No quiero decir con ello que el debate esté reservado para la academia, sino enfatizar que la cuestión política es un derecho y una exigencia de la sociedad en su conjunto, pero que en su apertura no debe perder su vocación constructiva.

Por ello, si nos atrevemos a diagnosticar una enfermedad social como conclusión del desnortado proceso constituyente que tiene lugar en nuestra república, es precisamente esa: la falta de percepción de lo público, esa  indiferencia que no es otra cosa que una muestra de ignorancia programada. La abstención y reticencia al debate público solo por su ‘intrascendencia institucional’  es la causa de la desconfianza y el descontento generalizado, y no al revés. Es decir, no es la sospecha la que impide participar sino un prejuicio respecto de la participación política la que genera sospecha, miedo y en última instancia, inacción y conformismo.

Quizá otro factor relevante sea el hecho de que  la sociedad chilena está ineludiblemente anclada a un trauma de alienación ideológica. El legado histórico de la dictadura no solo arrancó la participación política del ideario social, sino que acabó por criminalizarla y esa carencia de participación o la sensación de que la participación es un concepto ajeno determinó cierta expectativa infantil respecto del proceso constituyente, las que al no ser garantizadas determinaron una negativa total a formar parte del mismo. No obstante, este factor no nos indulta del deber republicano de participar, todo lo contrario, debió haber promovido una reacción favorable al debate, pues siendo una sociedad flagelada por décadas con mecanismos antidemocráticos y alienantes -como  el que antecedió a la constitución de 1980- la conciencia política debió despertar con más fuerza. Pero no lo hizo, al menos no en esta forma.

Insisto en esta idea, porque creo que es el germen del cáncer político actual. Está enquistada en nuestra sociedad, la idea de que la participación política comienza y acaba en el sufragio, y que solo cuando el descontento es insostenible, la participación incluye a la protesta. Sin embargo, esa es una perspectiva simplista y restrictiva, además de falaz. Pues, por definición el sufragio es un acto de reflexión personal, y la protesta una dinámica de masas poco prolija como agente educador. Por lo que, el cuestionamiento aparece: ¿En qué momento la discusión política toma forma como un continente racional de las desavenencias e inquietudes sociales, sino a través de espacios de participación estructurados -como los cabildos constitucionales- que permiten el ejercicio práctico de las nociones de tolerancia, integración y valoración del otro?.

En este sentido,  para Bengtsson “la participación política es acumulativa, esto es, quienes realizan una acción tienden a realizar otras, y las distintas formas pueden ser ordenadas sobre una pirámide en la que las formas que suelen ser realizadas con más frecuencia están en la base y las que cuentan con menos adhesión se ubican en el extremo superior de la misma. Siendo el debate sobre materias públicas la más relevante de todas por no requerir otras reglas o estructuras más que la racionalidad y la informalidad”.[1] De ello deriva su carácter imperativo.

En resumen, considero que el proceso constitucional es una instancia vergonzosamente desaprovechada,  un mecanismo que nació muerto, pero que mediante su verificación logra confirmar el verdadero y lapidario diagnóstico político social de nuestro país: Somos una sociedad que percibe la participación política con miopía, restringida a actos formales taxativos y desvinculados totalmente del debate y el choque de ideas. Es más, se asume que el debate solo tiene relevancia si es que genera resultados normativos. Y esa es quizá la gran tragedia, pues el utilitarismo ha invadido incluso la esfera política, midiendo su trascendencia con criterios cuasi económicos.

La discusión de los principios políticos y jurídicos  que rigen una sociedad constituye un fin en sí mismo y debiese ser una costumbre social arraigada, una forma mentis y no una concesión o una dádiva del Estado reservada para las élites iluminadas. Todo el descontento manifestado pierde profundidad cuando una vez abiertas las puertas al debate nos negamos a él ‘porque no cambia nada’. Una sociedad que no valora los derechos fundamentales vinculados con la participación política y su función inherente está muy lejos de lograr reivindicar los derechos sociales que tanto urgen en nuestro país.

El llamado es a expandir nuestra comprensión de lo público más allá de lo estrictamente estatal, y valorar las instancias de diálogo cotidianas como una experiencia política. Ejercitándola constantemente, de forma tal que mecanismos como los encuentros auto-convocados nos resulten productivos como sociedad al margen de su trascendencia normativa. Pues, una vez comprendidos los principios podremos recién predicarlos y exigirlos con propiedad. Y el instrumento óptimo para ello es el debate, racional, abierto e integrador.

_________________________________________________________________

[1] Bengtsson, Å. & Karvonen, L. (2006). Motivation and Mobilization. Efficacy and trust as determinants of political participation. Trabajo presentado en la Joint Session of Workshops of the European Consortium for Political Research – Nicosia, Abril, 25-30.         [ Links ]

TAGS: #AsambleaConstituyente #ProcesoConstituyente Cabildos

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Servallas

25 de julio

Estimado Pedro, lo que vemos en realidad es una ficción, es una película programada para ser vista por la gente para después imponer un viejo sueño aduciendo “legitimidad”, un sueño que por la urnas no puede ser, Chile lo rechaza una y otra vez, se trata de convertir al país es una dependencia exclusiva del estado, más estado, un gigantesco, caro y corrupto estado a cargo de todo, y de paso eliminar de un plumazo lo privado satanizándolo, ya no interesa mejorar las cosas, regularlas, controlarlas, exigir mejores tratos para la población, aplicar sanciones al privado pillo, no, se trata de una operación para convertirnos en clientes ad-eternum de un estado poderoso que nos controlará como hermano mayor cada segundo de nuestras vidas, ¿cuántos chilenos en su sano juicio quieren eso?, por otra parte, sobre su postura “…instancia vergonzosamente desaprovechada…”¿ cuántos chilenos bien intencionados se atreverías a “debatir” ante cuadros bien entrenados, contra gente ideologizada y violenta que intenta llevar a cabo su “misión” de “aprobar” ideas?, ¿cuántos?.

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