Muchos creen que los extremos políticos, particularmente aquellos que radicalizan sus posiciones, incluso hasta el uso de la violencia, son diametralmente distintos entre sí, antagónicos, opuestos, sin embargo, la historia nos demuestra frecuentemente, que el espectro político más que lineal es casi circular, con extremos que se acercan peligrosamente hasta casi fundirse, se necesitan, justifican la existencia del otro, son los principales causantes de la polarización y degradación del debate político, son los padres de la intolerancia, y son también los responsables finales del reinado del populismo, son, en definitiva, cómplices, lo quieran o no.
Los grupos fundamentalistas islámicos justifican su accionar con las decisiones de Presidentes estadounidenses como George W. Bush o Trump, y estos, a su vez, justifican sus políticas en la existencia de los grupos fundamentalistas… La Derecha justifica la represión con la violencia de grupos radicalizados de izquierda, y ésta justifica sus acciones con esa misma represión… es decir, un perfecto círculo vicioso, y una patente demostración de que ambos extremos son perfectamente complementarios y, de hecho, subsisten gracias al otro, construyendo una curiosa simbiosis política.La tentación de los extremos es atractiva, ofrece un culpable, un némesis que da sentido a la existencia de una organización para resistir, para oponerse a aquello que se odia o que se teme
Por todo el mundo y en toda época podemos encontrar ejemplos de extremos políticos que se enfrentan en ácidas polémicas, que confrontan visiones del mundo teóricamente opuestas, que incluso llegan a la violencia, pero que comparten una metodología, un dogmatismo, y un discurso que divide el mundo artificialmente entre buenos y malos, y que termina por hacer que se definan en relación u oposición a un otro más que en base a una doctrina específica, lo que termina en una complicidad implícita.
Los recientes hechos de violencia en la Región de la Araucanía nos recuerdan esta paradoja política y social de un modo trágico y preocupante, mientras grupos radicalizados de mapuches intentan reivindicar legítimas aspiraciones mediante actos de fuerza, el Estado, que lleva casi dos siglos abusando de la violencia institucionalizada como única respuesta al problema, se ve completamente superado por el problema, y, finalmente, civiles organizados decidieron terciar en el conflicto extremando aún más la discusión y dificultando una eventual solución transformándose en cómplices de una espiral de violencia de sombrío pronóstico.
Los extremos, nuevamente, alimentan y justifican mutuamente su existencia, y un Estado culposo e impotente, solo atina a ser testigo privilegiado de los odios desatados y la violencia larvada en décadas de un enfrentamiento escasamente contenido.
La tentación de los extremos es atractiva, ofrece un culpable, un némesis que da sentido a la existencia de una organización para resistir, para oponerse a aquello que se odia o que se teme, los “fachos”, los comunistas, los migrantes, el Estado, los ricos, los mapuches, los empresarios, los sindicalistas y un largo etcétera de enemigos a quienes enfrentar dan sentido a la vida política de grupos que buscan entregar respuestas integrales que no admiten oposición o discrepancia.
El riesgo de los extremos es que nos tratan de arrastrar a un mundo artificialmente binario, en que, primero el lenguaje, y luego las acciones, llama a la confrontación y, con el tiempo, a la violencia. Sus dogmatismos pueden disfrazarse electoralmente, pero más temprano que tarde, se evidencian en sus acciones. Si algo tienen en común izquierdas y derechas es su concepción utilitaria de la democracia, a la que no le asignan un valor en sí misma, sino sólo como instrumento para conseguir sus fines, por lo que, tarde o temprano, cuando la democracia se transforma en una traba para sus aspiraciones, es desechada y reemplazada por autoritarismo sin el menor remordimiento, y, en ese proceso, no importa cual de los dos ejerza el poder, son irremediablemente cómplices.
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