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Cómo hacer cosas con la palabra progresismo

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Hay en desarrollo una entretenida polémica acerca de la idea de progresismo, con artillería pesada proveniente desde las filas de los conservadores de distinto pelaje. Pero lo que ahora comienza a emerger es una suerte de guerra fría al interior del propio progresismo, gatillada por la desacreditación del término en favor de uno más convencional, el de izquierda.

Y en este segundo frente de conflictividad verbal, resulta divertido ver cómo circulan algunos dirigentes políticos peleando con las palabras. Ni Austin (John Langshaw, no Steve)  hubiera soñado con comportamientos similares al teorizar sobre lo “performativo” del lenguaje, porque la idea era que los humanos mangoneáramos las palabras y no al revés.

Digo esto a propósito del raro debate, en el seno de lo que el diccionario identificaría como progresismo,  acerca del alcance, sentido y usos de ese término de marras: progresismo. Y no se trata, como decía y como hubiera sido esperable, de un ataque proveniente desde el otro lado de la calle, desde los opuestos al progresismo (nuevamente según el diccionario): los conservadores, que generalmente son asociados también a la derecha del espectro político, aunque, por cierto, hay conservadores de todos los signos.

Lo raro de incordio terminológico no consiste en tratarse de uno más de ya los clásicos litigios ideológicos a los que nos acostumbró la izquierda tradicional, entre revolucionarios y reformistas, comunistas versus socialdemócratas, foquistas versus partidarios del trabajo de masas.

No. Es una pelea con la palabra progresismo.  No un debate sobre principios o estrategias políticos, sino acerca de la elusividad o, peor aún, la ambigüedad del término que, quienes lo enfrentan, le atribuyen.

Sin embargo y al final de cuentas, ¿qué más da si me gusta o no me gusta el terminajo? La fortaleza de los vocablos en la lucha política no la da necesariamente su potencia conceptual, sino su eficacia para allegar adeptos a ciertos principios políticos que, naturalmente, los adherentes siempre reinterpretarán, por lo menos en contextos democráticos.

Y la pregunta que interroga por la eficacia de estas palabras ha tenido respuestas contundentes. Dicho gruesamente, la sociedad chilena se ha pronunciado de manera reiterada, sea a través manifestaciones de preferencias electorales o de declaraciones sistematizadas en numerosos estudios, en el sentido de que le gustan las causas progresistas –como la igualdad, la libertad de culto, el divorcio, la no discriminación por tipo de familia o etnia e, inclusive, ciertas formas de interrupción del embarazo por causas justificadas- pero que no necesariamente votan por los izquierdistas.

Por otro lado, y dejando la racionalidad puramente instrumental –Dios me libre de ser acusado de oportunista- y hendiendo el dedo en la esencia  de los términos, ¿qué tenemos?

Por de pronto, que la izquierda tradicional, más allá de su origen topológico en el lugar que ocuparon los jacobinos en la Convención Nacional francesa, está indisolublemente atada al clivaje de clase: proletarios contra burgueses, trabajo versus el capital. 

Sin embargo, cuando la unidimensionalidad de esa distinción hace explosión en los tiempos de la política de la confianza, se revelan un conjunto de tensiones en la sociedad que obliga a abrir la cabeza y a ampliar el número de sillas en la Convención Nacional, más allá de la bancada jacobina (y de sus herederos bolcheviques).

El déficit de compresión de ese tremendo desbarajuste algunos lo atribuyen a que se nos cayó el muro y con él los referentes ideológicos, pero eso no es tan cierto. Para algunos  será, porque para otros (no necesariamente para el autor) siempre existieron otras tradiciones de pensamiento y de prácticas políticas en el seno de la izquierda no tan tradicional. Qué sino eso representan la escuela de Frankfurt, las realizaciones del socialismo escandinavo y los desarrollos conceptuales de los socialismos mediterráneos y el eurocomunismo de raíz gramsciana y, sin ir más lejos, los propios devaneos de parte de la izquierda latinoamericana.

Porque digamos las cosas como son, en la línea de los partidarios de develar la “falsa conciencia”: lo que hay detrás de este combate denodado  en contra de la palabra progresismo es la sospecha que, bajo esa pantalla terminológica, no hay otra cosa que renuncias y apostasías. Renuncia a la lucha social, renuncia a resolver dialécticamente la contradicción fundamental entre capitalismo y socialismo, renuncia a la militancia obrera. 

Pero, en verdad, cuando se formula esa denuncia sobre la renuncia, ¿de qué se habla? ¿A qué se habría de permanecer fiel? ¿A Stalin, a Ceaucescu, a Hoenecker? Estoy cierto que no hay algo tan burdo en esa desconfianza; más bien, creo que hay una genuina manera de entender las cosas como siempre se entendieron: allá los dueños del capital (los chupasangre, en versión siglo XXI), aquí los trabajadores.

La sola (y, al parecer, casi exclusiva) identificación con la causa obrera es requetecontra estrecha,  perdónenme que les diga, salvo que alguien sostenga que las causas de género, étnicas, ambientales y otras muchas formas de opresión social y cultural no son causas de la izquierda. O salvo que alguien sostenga que los focos de preocupación y de ocupación del gobierno de Michelle Bachelet eran ajenos a la izquierda.

Pasa que hoy la forma activa que adopta la versión contemporánea  de la izquierda es el progresismo, así como en el pasado histórico fueron albinenses, jacobinos, bolcheviques, mencheviques, comunistas y socialistas. Progresismo donde lo central es la vigilancia permanente para identificar todas las formas de opresión-dominación-represión que recaen sobre los humanos y su entorno, y la generación consiguiente de políticas eficaces y solventes para contrarrestarlas.

Progresismo que descubrió, después de su persistente negación por parte de la izquierda tradicional, que la actividad humana y, por ende, también la política, contiene subjetividad a raudales y que ella interviene en el curso de la historia más de lo que los ortodoxos estuvieron jamás dispuestos a aceptar. Esos ortodoxos que nunca leyeron bien aquello de que la historia la hacen los humanos, aunque admitamos que no eligen las condiciones en que la hacen.

Claro que no cualquier causa deviene progresista, como algunos navegantes de la izquierda factoría pretenden, por el sólo hecho de contener formas –muchas veces minúsculas- de opresión. Me niego a aceptar el exceso del culto a la subjetividad que se transforma, frecuentemente, en hedonismo y  en tragedia de los comunes.

Es cierto que sostener esto llena la palabra “progresismo” de una amplitud evanescente, difícil de asir y, por tanto, de comprenderla lo más cabalmente que se pueda.

Y cómo no, si lo ambiguo y lo elusivo es la esencia misma del estadio histórico en que todo teórico social certificado y reconocido admite que estamos. La modernidad tardía, el capitalismo desbocado, el juggernaut que evita su propia gobernabilidad, están preñados de incertidumbre, y los sujetos que históricamente encarnaron el camino del progreso indetenible, que sólo debían saber leer las leyes de hierro del devenir histórico, ya no existen más.

La política hoy sale a buscar los caminos a seguir, no los tiene trazados, porque como hubiera dicho un progresista inveterado, el joven y al mismo tiempo viejo Marx, todo lo sólido se desvanece en el aire.

Estoy de acuerdo con hacer cosas con las palabras (era que no), pero hagámoslo bien. Arropémonos harto antes de zambullirnos en debates teóricos que requieren de una estantería robusta para una biblioteca revitalizada y esto dicho sin más pretensión que seguir caminando por el camino de la conflictiva y nunca acabada búsqueda del orden deseado.

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Foto: Big Mouths – exepotes 

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Comentarios

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06 de mayo

Mauricio:
Lo que esconden las palabras, es lo que esconde el que las formula, sin rodeos y domicialiado en la izquierda chilena, ES TIEMPO DE REFELXIÓN Y DELIBERACIÓN, pero con todos, convocando a todos, abirendo las Alamedas, esa dura y franca del 1° de mayo recién pasado, para construir con ellos y otros, el sentido común, el cmún sentido de lo que nos duele y acongoja, en el corto plazo, de manera concreta y sensible al dolor presente de los chilenos, de los funcionarios públicos que se despiden, del trabajo que se quiere precarizar…Hay mucho que hablar y hacer, es necesario, prudente y URGENTE. JAIME VEAS.

06 de mayo

Estoy de acuerdo contigo, Mauricio, en que las palabras no son, en sí mismas, el quid del asunto. Finalmente, no hay acá algo semántico únicamente, como bien muestras en la columna; se trata de algo bastante más ideológico. No en términos de contundencia bibliográfica, sino precisamente de la elusión a la que aludes (qué bonito suena eso).

El problema no es si el progresismo vende más que la izquierda; creo que eso está probado. Mientras «izquierda» huele a charangueo lila, a naftalina, a navegao con empaná, progresismo huele a Obama, a eficiencia, a «policy makers» (antes que a funcionarios), a lobby cauto (antes que a «lucha»), a «gente» (antes que a «pueblo», diosmelibre). Indudable que esto, tan posmo, tan «dije» (diría mi abu) mueve más votos que la izquierda tradicional y su terminología trasnochada. Ahí también está lleno de sentidos en palabras, por cierto.

El problema es que el progresismo es como el socialismo nuestro de cada día, hoy: cabe cualquier cosa dentro de sus márgenes. Estoy dispuesta a asumir que un izquierdista puede ser, también, un progresista. Pero no estoy dispuesta a tragarme el cuento de que un progresista es por definición un izquierdista. Creo que el término es marketero, ante todo, y he ahí su mérito y he ahí por qué una mujer de izquierda como Michelle Bachelet estuvo dispuesta a usarlo.

El problema no es que se hagan cosas con las palabras; el problema es no engañarse, en la búsqueda del orden deseado, al punto de creer que pueda ser mejor dejar -así sea a solas- de decir al pan «pan» y al vino, «vino».

Por cierto, tu columna está maravillosamente escrita. Un abrazo.

06 de mayo

Qué quieres que te diga. Da para columna. Reconozco que mi único ánimo fue joder-molestar a un amigo dirigente del ps que empezó a pelear con el terminajo en enero y de ahí se me ocurrió hacer esto medio pedantón, lleno de reminiscencia a marx, a norbert lechner, a J.L. Austin, a heidegger. Sólo pa molestar. Además, el progre buena onda es mi amigo pancho díaz. Yo vengo de los subterráneos del socialismo más durete, pero me dio lata tanto bolche junto. En fin. Gracias por el halago y creo que hay que seguir dándole, más que al manoseo linguistico, al debate de proposiciones políticas y programáticas. Por mi parte he estado sumergido largos años en pegas en que no consideré adecuado meter la cuchara públicametne, pero como ahira estoy técnicametne desempleado, le doy no más. Saludos

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